Las espadas siguen en alto, ninguna de las partes parece dispuesta a ceder a estas alturas y el choque de trenes está servido. El presidente designado, y no reconocido por el régimen, Juan Guaidó, está dispuesto a llegar hasta el final y poner fin a la presidencia del que denomina desde su toma de posesión, el 23 de enero de este mismo año, como el “usurpador”. Guaidó cuenta a su favor con el apoyo y el reconocimiento de más de 50 países del mundo, entre los que destacan los Estados Unidos, casi toda la Unión Europea (UE) y gran parte de las grandes potencias de América Latina, y del masivo apoyo que ha recibido en las calles venezolanas a través de multitudinarias protestas acontecidas durante todo este año a lo largo y ancho del país.
Mientras tanto, en la dirección opuesta, el régimen de Nicolás Maduro, acosado en todos los frentes y cada vez más desautorizado por el caótico estado del país en todos los órdenes de la vida diaria, sigue fiel a la estrategia de la resistencia numantina, en la esperanza de que las protestas se desactiven por hartazgo de la población, la presión internacional decaiga por idénticos motivos y poder recomponer, en la medida de lo posible, la agónica economía venezolana, cada más falta de recursos por las sanciones internacionales. También le afecta gravemente la caída en la producción de petróleo –el país ha pasado de los 3,5 millones de barriles diarios hace veinte años a apenas los 800.000 previstos para este año- y el absoluto desgobierno reinante en casi todas las áreas, sin dejar de reseñar aquí la corrupción galopante y el saqueo de algo más de 400.000 millones de dólares de las arcas públicas por parte de los jerarcas de un régimen insaciable en su voraz rapiña, ineficiente e inepto.
El tiempo corre en contra de Maduro, pero no parece que su caída definitiva –como esperan todas las cancillerías occidentales y el Grupo de Lima constituido por las principales potencias de América Latina a excepción de México- vaya a ser cuestión de días o semanas, tal como creen algunos que confunden el deseo con la realidad. Maduro cuenta con algunas reservas económicas para aguantar el tipo –está escarbando la olla, que dicen en Venezuela-; el apoyo de sus fanatizados seguidores, entre los que destacan los violentos paramilitares armados por el régimen y encuadrados en los tristemente famosos “colectivos”; el férreo control de las Fuerzas Amadas y cuerpos de seguridad, que todavía siguen al régimen por interés y necesidad por evitar la justicia ante los desmanes cometidos, y en la escena internacional goza todavía con el apoyo de varias potencias, como China, Rusia, Turquía e Irán.
Así las cosas, y tras haber sufrido el país un apagón eléctrico de desconocidas proporciones por casi diez días entre idas y venidas, Venezuela se encamina hacia terrenos desconocidos, bien porque seguramente la crisis humanitaria se agravará en las próximas semanas o meses y el éxodo masivo se agudizará, desbordando a sus vecinos aún más, pero también porque ninguna de las dos partes será capaz de abrir un diálogo abierto y sincero con el otro. La oposición democrática sabe que negociar con Maduro es un viaje hacia ninguna parte, tal como pudo comprobar en innumerables –y fallidas- ocasiones en el pasado.
Por otra parte, el régimen tampoco da muestras de una gran voluntad de querer sentarse a negociar realmente, sino más bien lo contrario a tenor lo que estamos escuchando en estos días: los principales exponentes del régimen –Maduro, Delcy Rodríguez y Diosdado Cabello- exhiben a diario un delirante discurso guerrerista, militarista y agresivo hacia sus contrincantes. Nada qué hacer por ahora, el régimen se atrinchera al tiempo que la oposición se repliega a sus cuarteles, aunque su capacidad de movilización irá a decreciendo a medida que pasa el tiempo, un elemento que juega a favor de Maduro. Los presidentes de Brasil y Estados Unidos, Jair Bolsonaro y Donald Trump, respectivamente, llaman a agotar todas las vías para resolver el embrollo venezolano, pero sin estar dispuestos a intervenir, lo que es lo mismo que no decir nada. La incertidumbre, más que las certezas, es la tónica dominante en estos momentos en las calles de Venezuela.