El olor es el peor castigo en las celdas del pabellón de Extraditables de La Picota. El olor que dejan cinco hombres encerrados durante 24 horas los siete días de la semana en un espacio 3x3. Si los círculos del infierno tuvieran apartamentos se parecerían a estos. No existe la intimidad, todos duermen apeñuscados en camarotes y se despiertan con el frio que cala hasta los huesos, nadie, por más poderoso que haya sido en la calle ni por más millones que tengan en sus cuentas bancarias, tiene derecho a un cuarto propio.
Acá los baños de las celdas no tienen puertas, la privacidad es una sábana colgada y desteñida por el uso y el tiempo que no contiene los olores que salen del retrete y que se vuelven penetrantes en las largas horas en las que no hay agua. Para respirar se debe abrir la puerta de la celda. Al hedor de la cañería se suma el del amor. Cada quince días esposas, novias, amantes o simples amigas consuelan con sus abrazos la tortura del encierro. Hay tardes sabatinas en las que coinciden en una celda cinco parejas teniendo sexo. Los jadeos se disimulan con el estruendo de la fiesta que arman los presos en el patio central donde abundan botellas de Moët & Chandon, Buchanan's y Old Parr que pierden su elegancia escocesa cuando se sirven en vasos plásticos o cuando la hora loca termina en trifulca por líos en negocios que algunos presos mantienen en la calle.
El 19 de junio la fiesta fue diferente. Con disciplina los presos del pabellón de Extraditables se organizaron en fila india para darle su voto a Gustavo Petro. Un espaldarazo que le dieron a la visita de Juan Fernando Petro, su hermano, y al actual comisionado de paz, Danilo Rueda, a La Picota donde le prometieron un espacio en la Paz Total y un frenazo definitivo a las extradiciones. La promesa se rompió el 20 de octubre cuando el presidente envió el primer combo de extraditables en su gobierno, una decisión que tiene con los pelos de punta a los 280 presos de este preso que van desde capos del Clan del Golfo, narcotraficantes hasta niños bien, expolicías, empresarios, pilotos, lancheros y hasta espías rusos.
Juan Carlos Cuesta Córdoba tiene 30 años y aunque está en el pabellón de Los Extraditables en La Picota todavía camina como si fuera el dueño del mundo mientras en las noches duerme con tres hombres más en una celda. Si, está preso, pero sigue siendo el Gordo Rufla, al menos así lo saben alias Danny y alias Bass, sus escuderos en el Clan del Golfo, que esperan a su lado ser también extraditados. Ellos le han escuchado las historias de su infancia en Turbo, cuando caminaba descalzo las destartaladas calles de ese pueblo olvidado del Urabá antioqueño. Lejos de la monotonía de un uniforme a rayas, todavía se viste de pies a cabeza de Gucci y Dolce & Gabanna, tiene un diseño de sonrisa que brilla con el fulgor de su cadena de diamantes y aún se cree el rey de la fiesta como en esos tiempos que contrataba a Jessi Uribe para que le cantara al oído en los bacanales que hacía en sus cien fincas en el Urabá y la Costa Atlántica a las que llegaba en su flota privada de helicópteros. El Gordo Rufla no es el único que viste ropa de diseñador.
Sebastián Meneses Toro tiene 24 años y pinta de modelo. Su vida de niño bien de Medellín, de esos que a los diez años le llevaban a artistas como John Alex Castaño para que le cantaran el cumpleaños, cambió el 31 de agosto de 2022. Ese día, después de pasar una larga temporada en Dubái, aterrizó en El Dorado de donde salió esposado y acusado de ser dueño de pequeños laboratorios de coca en Montería y Necoclí. Cada quince días se viste de impecable negro Hugo Boss y Armani para recibir en la puerta del patio Pas A del pabellón de Extraditables a su mamá y a su hermana Mayarleth quien no resiste el impulso de estrujarlo en un difícil abrazo en el que sus piernas quedan aferradas a su cintura.
Las recibe con un banquete exquisito, salmón y langostinos es el menú. La felicidad termina a las 4 de la tarde, cuando las dos mujeres se pegan al pecho del preso más joven del pabellón. A esa hora un guardia avisa que las visitas terminaron, la mamá y la hermana de Sebastián Meneses Toro hacen fila para salir de La Picota mientras lloran embriagadas de regreso a las escoltadas camionetas que las esperan afuera. Adentro, Sebastián Meneses no derrama ni una lagrima, solo les dice que les advirtió a “sus muchachos” que las cuidara. De regreso a la realidad, continúa la fiesta en el patio mientras miembros del Clan del Golfo le demuestran sus afectados ya sea abrazándolo o sobándole la cabeza.
Mayarleth, convencida de la inocencia de su hermano menor, aún no entiende cómo terminó enredado en esa maldición familiar que es cargar con el estigma de ser hijo de Daniel Rendón, mejor conocido como Don Mario, el poderoso narco que fundó dos de los grupos paramilitares más sanguinarios que surgieron después de la fallida desmovilización de las Auc: los gaitanistas y Águilas Negras. Don Mario acaba de ser condenado a 35 años de cárcel en Estados Unidos.
Álvaro Córdoba, hermano de la senadora Piedad Córdoba, vive en el Pas B del pabellón de Extraditables, pero a veces se pasea por el Pas A, no le es difícil, por estos tiempos es el hombre más popular en La Picota y saluda como una celebridad, hasta los guardias lo tratan como el gran hombre.
Ovidio Isaza Gómez creció admirando a su papá. En los años 80 la guerrilla aplastó con su bota de hierro a ganaderos del Magdalena Medio, ahí fue cuando Ramón Isaza, un campesino de Puerto Triunfo, Antioquia, decidió organizar a su vereda para que las Farc no los siguieran secuestrando, extorsionando y matando, no evitó que terminara siendo un paramilitar narco más. Un negocio que sus cinco hijos heredaron. Ovidio Isaza Gómez, más conocido como Roque, fue uno de ellos.
Aunque se desmovilizó en Santa Fe de Ralito en el gobierno de Uribe, su ambición de seguir enviando coca a los Estados Unidos lo mantuvo en el radar de la DEA. Empezó a pagar sus pecados en 2012 en la cárcel de Combita donde siete años después lo acusaron de seguir delinquiendo. Ahora pasa sus días jugando dominó en el pabellón de Extraditables. Se echa hasta diez partidas en una tarde en uno de los comedores Rimax del patio. Les gana a todos los presos. Su estilo contrasta con los capos de la nueva generación, mide un poco más de 1.60 y carga una inconfundible chaqueta XL donde cabría dos veces. Es de los presos que menos visitas recibe. Su papá Ramón Isaza ya ni se acuerda de cómo se llama su hijo Ovidio. Hace años lo diagnosticaron con Alzheimer y Parkinson.
A pesar de todo, la confianza acompaña a Ómar Ambuila. El exjefe de control de carga de la Dian de Buenaventura está convencido de que dentro de pocos meses saldrá libre como en 2020 cuando respiró la libertad durante siete meses hasta el 23 de abril de 2021 cuando lo recapturaron, esta vez, Estados Unidos pedía su cabeza por lavado de activos. Desde ya piensa en su regreso a Cali o al mismo puerto, en como recuperará su vida al lado de Elba Chará Gómez, la mujer con la que se casó de adolescente y con la que nunca faltó un domingo a la iglesia Comunidad Cristiana de Paz. A Omar Ambuila le fastidian los periodistas. Para él son los culpables de que su caso fuera un show mediático y lo usaron como chivo expiatorio para ocultar la corrupción de la Dian y los nombres de peces más gordos que él.
Omar Ambuila guarda un bajo perfil en el pabellón Pas A de los Extraditables cambió la costosa camisa Burberry por conjuntos deportivos Adidas y Nike que acompaña con una gorra. Evita que su nombre vuelva a ser noticia, como fueron los lujos que su hija Jenny publicaba en redes sociales y que lo delataron.
Una cárcel no es pasto para cultivar amistades. Cuando Omar Ambuila regresó a La Picota, no tenía ganas de hacer amigos y desconfiaba de todo el mundo. Sin embargo, un empresario despertó su interés y hasta se deja decir por él, entre risas y abrazos, “mi querido negro”.
Su nombre es Mauricio. Creció en una prestante familia antioqueña, estudió en el colegio Jorge Robledo, el mismo en el que se graduó el expresidente Álvaro Uribe Vélez y el historiador Jorge Orlando Melo. Quería ser médico y a pesar de que tenía todo para serlo, fue seducido por una vida presuntuosa en Miami con olor a coca. La vida fácil terminó cuando la justicia gringa lo capturó en 2007 y gracias a que pagó la jugosa fianza logró ser deportado a Colombia sin mayores consecuencias. Mauricio se reinventó como prestamista: le prestaba grandes cantidades a conocidos, un negocio parecido al de los gota a gota que lo volvió a llenar de plata. Creía que todos los errores del pasado habían sido purgados, incluso alcanzó a disfrutar de una finca que construyó pensando en su retiro en el nororiente antioqueño. Pero hasta ahí la larga mano de la DEA lo alcanzó que un día tocó a su puerta y al reconocer sus chalecos los desafió con una extraña tranquilidad: “Los he estado esperando todos estos años”.
Acostumbrado a vivir bien, intentó evadir las incomodidades de la cárcel contratando a un preso para que le enseñara a tejer hamacas. Así pasa las horas, tejiendo incansable hasta cinco hamacas por mes que envía a sus hijos y familiares que no saben que lleva dos años encerrado en ese pabellón. Mauricio y los presos rusos son los únicos del pabellón de Extraditables que no votaron por Gustavo Petro.
Vladimir Taranetc, conocido como Ali Ali, tiene piel de alabastro y pelos de oro que lo distinguen del resto de presos. El gobierno de su presidente Vladimir Putin lo pide en extradición señalándolo de ser un miembro del Estado Islámico y perpetrar ataques terroristas en Siria en 2011. Rusia es uno de los pocos aliados que tiene el régimen de Bashar al-Ásad y por eso cualquier sospecha contra Siria es sinónimo de condena.
A primera vista Vladimir Taranetc no parece un terrorista. Es silencioso e irradia tranquilidad. Contó con la mala suerte de comprar un tiquete a Guatemala con escala en Bogotá y mientras bajaba del avión para hacer la conexión a su destino la policía aprovechó para echarle el guante. No es el único ruso llamado Vladimir en el Pabellón de Extraditables.
A Vladimir Polyanskiy lo capturaron en el aeropuerto José María Córdova de Rionegro acusándolo de ser traqueto. Lejos de ser un capo de la mafia rusa: vendía hachís de Marruecos por redes sociales, un delito que en un país como Colombia es menor mientras que en la Rusia de Putin da para cadena perpetua. Su flacura extrema lo hace ver aún más alto y habla un español enrevesado en el que se le escapan palabra en inglés y una que otra rusa.
Segundo Alberto Villota Segura se sintió el hombre más feliz del mundo cuando Juan Manuel Santos y las Farc se sentaron en la mesa de La Habana y celebró por lo alto cuando firmaron la paz. Era pedido en extradición por dos juzgados de Estados Unidos y el Proceso de Paz se convirtió en su salvavidas. Mientras unos ruegan por la extradición, no era su caso, un capo de capos, como él, si le va bien pagaría al menos veinte años en una cárcel de máxima seguridad en Texas. En 2019 frenó su extradición al conseguir que lo imputaran por cargos de rebelión, haciéndose pasar en la Jurisdicción Especial Para La Paz (JEP) por un comandante más del Frente Oriental de las Farc. Villota Segura se inventó batallas que nunca ocurrieron y hasta se hizo pasar por indígena. No le creyeron y el telón se le cayó convirtiéndose en el primer narco que pidió pista en la JEP haciéndose pasar por comandante de las Farc. Los sábados Segundo Alberto Villota se viste de negro para recibir sus visitas. Es persistente, todavía espera que lo acepten como miembro del conflicto armado.
El Pabellón de Extraditables no se salvó del escándalo mediático más sonado de los últimos tiempos. El 23 de mayo de 2021 una avioneta, propiedad del empresario Miguel Jaramillo esposo de Alejandra Azcarate, aterrizó en Providencia con 446 kilos de cocaína. A pesar de que nunca se conocieron los nombres de los dueños del cargamento, cayeron los mandaderos y todos han pasado por el Pabellón de Extraditables: el piloto Juan Camilo Cadena, el ayudante de carga Harold Darío Rivera y el excapitán de la Policía Jorge Isaac Aguilar García quienes ya fueron enviados a Estados Unidos. El único que falta por ser extraditado es un policía de nombre Juan quien subió las cajas llenas de coca a la avioneta y cuyo rostro quedó grabado en las cámaras del Aeropuerto Guaymaral. El hombre que no tiene más de treinta años no quiere que nadie conozca su apellido, las amenazas contra su vida y la de su familia son pan de cada día y prefiere el silencio de una cárcel gringa que cantar lo que sabe.
Ahora todos los sábados, los picos no suenan tan alegre. El ambiente se ha enrarecido y la confianza esta por el piso, la señal es ineludible: con los primeros seis extraditados que el nuevo gobierno de Gustavo Petro envió a Joe Biden en la madrugada del pasado 20 de octubre, la traición es una palabra que circula por el pabellón de Extraditables de La Picota y el rumor es uno solo: ¿Quién será el próximo? Mientras se preguntan ¿La paz Total de Petro será puro cuento?