En los setenta del siglo XX fui víctima de voces críticas autorizadas que desde una izquierda urbana, y por ello progresista, lapidaba la música vallenata porque esta representaba el país feudal y semifeudal que éramos entonces. Es una paráfrasis. Hoy, ayer para más señas, un cultor de la música, según lo muestra Las2orillas, a raíz de la muerte del cantante de esos aires musicales, Jorge Oñate afirma que respecto de este no le "interesa saber si era el más grande, porque el vallenato ahora no es un género de juglares, esa época es quimera. Ahora el vallenato es de conjuntos, de intérpretes, de casas nobles del Valledupar opulento del festival de la leyenda vallenata, al que tuve la oportunidad de ir para verificar lo que afirmo".
Mis compañeros de infortunio en aquel entonces eran, entre otros, GGM (García Márquez), ALM (López Michelsen) y ESC (Enrique Santos Calderón), DSP (Daniel Samper Pizano), quienes desde el periodismo, la literatura y la política diseminaron la semilla del mal en el territorio universal de la música, valga decir, en buena parte del interior colombiano, mejor conocido como territorio cachaco.
Mientras, los cargadores de la tea civilizada urbana musical oponían al atraso acordeonero la citadina de orígenes campesinos salsa y el no menos proveniente del campo y África, rock.
En Barranquilla el tema no deja de tener sus curiosidades si consideramos que las primeras grabaciones del género musical en Colombia tuvieron lugar aquí. Pero eso no es extraño. Los urbanizados militantes musicales ridiculizaron a Pacho Galán con el mote de "Pacho" Galón y no digamos de lo que hablaron de Joe Arroyo.
Daniel Samper Pizano, alguna vez para defenderse de las críticas que recibió de Armando Benedetti Jimeno, porque este lo acusó de poblar de Leandro Díaz la selección Cien años de vallenato (1997), le insinuó que era envidioso y trajo a colación el caso de GGM, que tuvo que irse de la ciudad para poder llegar a ser un escritor reconocido pues aquí tenía un ambiente hostil. Una forma de decir: "ni jala ni da la lata".
Hay asuntos que no se deben despachar a la ligera. No porque la juglaría no reine hoy resulta intrascendente la presencia de Oñate en el espectro musical vallenato. Idealizar aquella puede llevarnos a reificar la marginalidad en la que vivía, aunque haya que admitir que la masificación trajo sus secuelas. La mercantilización no es cosa que se pueda detener una vez toma cuerpo.
Los finales de los sesenta e inicios de los setenta fueron escenario de algunos acontecimientos que se conjugaron. La aparición del Festival de la Leyenda Vallenata coincidió con la reciente creación del departamento del Cesar, cuyo primer gobernador fue ALM; había bonanza algodonera, y asomaba la del cannabis; GGM había publicado Cien años de soledad y la predominancia de la urbanización del país era inocultable.
Ese era el ambiente propicio para la presencia simultánea de creadores musicales como Escalona, Tobías Enrique Pumarejo, Leandro Díaz, Armando Zabaleta, Luis Enrique Martínez, Emiliano Zuleta B, Alejandro Durán, Lorenzo Morales, Juancho Polo, Abel Antonio Villa, Pacho Rada, en el que intermediaban Alfredo Gutiérrez y Calixto Ochoa, de una parte; y Fredy Molina, Gustavo Gutiérrez, Emiro Zuleta, Santander Durán. En las antiguas Sabanas de Bolívar jilguereaban Adolfo Pacheco y Andrés Landeros.
Eran la vieja y nuevas generaciones. El mérito de Oñate radicó en haber sabido participar de un proceso simbiótico de ellas con sus temáticas diversas no solo en sus letras sino en sus melodías. Miguel López con su acendrado estilo martinero contribuyó mucho a que la nave saliera a flote. Buena parte de este avanti estuvo soportada en las calidades interpretativas del cantante.
Lo demás es historia. Ha habido buenos vendedores de discos y colmadores de escenarios.
La juglaría ha muerto, viva la juglaría.