Por definición la oposición con representación política es minoritaria, porque si no sería gobierno. Y ejercer la oposición, tanto en regímenes parlamentarios como presidenciales, es lo mismo que cantar bajo la ducha. Puede ser todo lo desentonada y ruidosa que se quiera, como lo fue la del Centro Democrático en el gobierno Santos o Gustavo Petro en el gobierno Duque, pero no tiene consecuencias en la aprobación de las leyes, el control político o las mociones de censura. Las tiene eso sí en las elecciones que siguen, como quedó demostrado en ambos casos. Es decir, la oposición es una rentable inversión para el futuro, si al gobierno le va mal.
En los regímenes parlamentarios, dónde pocas veces hay mayoría absoluta en las cámaras, cuando las coaliciones que sostienen al gobierno se desbaratan, el gobierno se cae y ya. En los regímenes presidenciales como el nuestro, luego de la elección presidencial los partidos que no hicieron parte de la campaña triunfante pueden escoger entre ser gobierno, independientes u oposición. Si son gobierno, participan en la administración y corren su suerte; si son independientes, se reservan su apoyo, pero no pueden participar en la administración y si son oposición, tienen que limitarse a cantar bajo la ducha.
Como las sociedades democráticas tienden a ser multipartidistas, a excepción de Estados Unidos, los gobiernos en ejercicio tienen que formar una coalición que les permita sacar adelante sus iniciativas, y por supuesto, negociarlas con sus nuevos socios. Si no, el que termina cantando bajo la ducha es el gobierno. El caso reciente más dramáticos es el del gobierno de Iván Duque empeñado con la minoría parlamentaria del Centro Democrático en imponerle su agenda al Congreso. Fue un fracaso anunciado y ninguna de las reformas fundamentales que se requerían pudieron hacerse, puesto que cuando se concretó una coalición mayoritaria a cambio de prebendas, ya era demasiado tarde. Un cuatrienio perdido.
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El caso reciente más dramáticos es el del gobierno de Iván Duque empeñado con la minoría parlamentaria del Centro Democrático en imponerle su agenda al Congreso
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Lo que está haciendo Gustavo Petro como presidente electo y jefe de una coalición que lo acompañó en la campaña, que obtuvo la mayor representación parlamentaria, pero que es una minoría, es hacer lo correcto en el momento correcto, con la gente correcta. Convocar un Gran Acuerdo Nacional, alrededor del desarme de los espíritus para acabar la polarización que tanto daño ha hecho, pero que se concreta en la negociación de sus propuestas con partidos que están más cerca que él del centro político, puesto que todas ellas requieren mayorías en el Congreso. Una tarea que molesta a sus partidarios más a la izquierda, que ganaron las elecciones presidenciales pero no las mayorías parlamentarias, e ilusiona a quienes ganaron curules en el Congreso pero no la Presidencia, los cuales alientan la esperanza de poder ajustar las reformas inaplazables a términos más digeribles para quienes los eligieron. Así funciona la política aquí y en Cafarnaum.
Pero, ¿existe como tanto se dice un divorcio brutal entre el mundo político y la opinión pública, habida cuenta de que el insólito candidato de opinión que pasó a la segunda vuelta y que por fortuna perdió obtuvo 10,6 millones de votos, solo 700.000 menos que el ganador? No parecería. Para ponerlo en cifras, en la elección parlamentaria votaron 18.4 millones de personas, que como consecuencia tienen una representación en el Congreso; y en la segunda vuelta de la elección presidencial votaron 22.6 millones, 4.2 millones más, lo cual quiere decir que algo así como el 20% del electorado presidencial no tiene participación en el Congreso. La brecha real es entre la votación presidencial del Pacto Histórico que fue de 11.3 millones y su votación parlamentaria que fue de 2.8 millones, que es precisamente lo que lo obliga a construir una coalición para poder gobernar y no quedarse cantando bajo la ducha, como si le va a suceder al Centro Democrático, que solo tiene el 10.5% del Congreso y desapareció en las primeras cambio de la elección presidencial.
La clave del éxito del gobierno está entonces en la construcción de una coalición progresista que haga efectivas unas reformas socialdemócratas en pro de un país más equitativo, más productivo y en paz, que algún día llegará. El fin de la polarización, el establecimiento de una oposición respetuosa (léase Álvaro Uribe) y una negociación realista con el Congreso es un paso correcto en esa dirección. El director de esa orquesta parlamentaria no pudo haber sido mejor escogido. El senador Roy Barreras no solo es responsable de haber iniciado el proceso de acercamiento del pacto Histórico al centro, que explica su triunfo, sino que sus credenciales como impulsor del proceso de paz, su preparación e inteligencia, y su conocimiento de los mecanismos parlamentarios, le van a dar desde la presidencia del Congreso un papel protagónico. Es el senador más influyente del nuevo Congreso; aunque nacido en Las Cruces, en Bogotá y adoptado en Cali, no es profeta en muchos de los conciliábulos de aquí y allá, pero por sus obras lo conoceréis