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El genial escritor español de la generación del 98, don Ramón del Valle Inclán, se craneó una nueva modalidad de hacer novela, que llamó “los esperpentos”, y con ellos ganó nombre eterno y aplausos continuados desde hace más de 100 años. En Colombia, y con mucha fuerza en la literatura hispanoamericana, Fernando Vallejo ha instaurado “la cantaleta” como una forma de hacer novela y de ganar lectores por montones y estudiosos en una y otra parte del mundo. Acaba de sacar al mercado en plena pandemia su última cantaleta, titulada “Escombros”. Mirándola con ojo de lector de pantallita de celular, aparentemente no tiene diferencias con las anteriores a que nos tiene acostumbrados. Pero, en detalle, esta novela cantaletosa rompe con la imagen hosca que el mismo Vallejo se había construido para sí. Escribiendo con una maestría del lenguaje y la gramática como ningún otro escritor, logra desbaratar ese mito y consigue que lo veamos de carne y hueso. ”Escombros” es una cantaleta de amor. Es el recorderis apasionado de un viejo enamorado de quien fuera su marido por 47 años, el escenógrafo mexicano David Anton, y de su perra Brusca, que le hace compañía desde antes del terremoto de México. Ese sismo le desbarató su apartamento, le quebró todo lo superfluo que Anton había ido adquiriendo para rellenarlo y Vallejo narra de tal manera su destrucción y el impacto emocional que causó en su marido que, sin decirlo, hasta el más tonto lector le atribuye su muerte unos pocos meses después.
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La novela está salpicada de la lengua viperina que ha caracterizado toda la obra de Vallejo
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Por supuesto, la novela está salpicada de la lengua viperina que ha caracterizado toda la obra de Vallejo. De Vicky Dávila dice, por ejemplo, que “es una entrevistadora a la que el arribismo propulsó de preguntona a la categoría de arpía, un ave fabulosa con rostro de mujer y cuerpo de ave de rapiña“. Y entre recuerdos amorosos y frases dolidas por el hombre que lo acompañó casi medio siglo o de descripciones fabulosas de como cuida con afecto sublime a su perra Brusca, Vallejo vuelve a hablar mal de su mamá y de las motos que circulan por la Avenida Nutibara y de otras muchas cosas más que ya había dicho y repetido en otras novelas, pero esta vez en un desorden de tal magnitud que él mismo prefiere atribuírselo al Alzheimer, que le permite enredar la pita y hasta elevarse a la categoría de nonagenario cuando apenas va a ser octogenario el año entrante. Leerla divierte. Sentirlo humano y no déspota irritante, reconforta. Lo que si deja pensando mucho es que admite Vallejo por primera vez creer en Dios y esperar de Dios su futuro pero eso sí, detestando cada vez más al papa del Vaticano y a su Iglesia, en especial a los curas salesianos que lo educaron en el Colegio del Sufragio