Cannes caído del cielo
Opinión

Cannes caído del cielo

(La tierra y la sombra)

Por:
julio 30, 2015
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“La película La tierra y la sombra, del director colombiano César Augusto Acevedo, fue distinguida hoy con el premio Cámara de Oro como la mejor ópera prima en la 68 edición del Festival de Cannes”.

Así comenzó la agencia EFE el despacho informativo del mayor reconocimiento internacional logrado por el cine made in Colombia en la historia.

Y en el festival más importante del mundo, que no es cualquier cosa.

Y con copete de crema, que tampoco lo es: el premio France 4 Visionary, del canal 4; el SACD de la sociedad de autores y el Grand Rail D´Or, del público. Un ascenso al podio de la Riviera Francesa, como días después lo fuera el de Nairo al de los Alpes: casi perfecto.

“No esperábamos los premios, no hacemos esto por los premios, pero ha sido un reconocimiento muy bello al trabajo que realizamos… Estamos muy contentos… Y ahora que la película se estrenó en Colombia queremos que los colombianos vayan a verla porque la hicimos para ellos”, manifestó César Acevedo en alguna de las entrevistas que le han hecho, en buena parte, gracias a los tales premios. Sin ellos, a lo mejor La tierra y la sombra continuaría atrapada en el pelotón, como tantas películas meritorias que la precedieron y la seguirán.

tierra 2 - Cannes caído del cielo

No hablo de las telenovelas de prepagos, capos, sicarios y demás, que después de forrar a las programadoras, forran a los productores que las adaptan al celuloide. Esas tienen taquilla asegurada, nos fascina revolcarnos en nuestras propias miserias y proyectarnos al exterior tal cual nos enfurece que nos vean. Ni hablo de las comedias chatarra realizadas para acompañar la resaca decembrina.

Hablo sí de las obras de arte que duran un suspiro en cartelera, porque a los distribuidores no les interesan. Ellos le apuntan a las registradoras, la calidad los trae sin cuidado. (Pilas, señores, que en el sofá de la casa el cine es a la carta y las palomitas de maíz muy económicas).

Por ellas, por las entrevistas pospremios, sabemos que el creador de este poema de emociones suscitadas al interior de una familia anónima que de repente se convierte en símbolo del desarraigo (Colombia es el segundo país con mayor número de desplazados internos en el planeta —seis millones—, superado solo por Siria, según Acnur), es un vallecaucano que durante diez años le dio vueltas a un asunto personal hasta lograr recrearlo con un lenguaje universal. Sabemos que el responsable de que la fotografía que acompaña ese poema sea memorable, se llama Mateo Guzmán. Sabemos que los actores naturales vivieron un proceso de grupo durante meses antes de ser “familia” en la pantalla. Sabemos…

El caso es que el pasado viernes 24 de julio —dos meses después de la noticia y un día después del estreno nacional— fui a ver La tierra y la sombra. Y, fuera de la mía, apenas trece cabezas asomaban por el respaldo de las butacas.

Eran las diez de la noche cuando empezó la película.

Y yo empecé con ella, de la mano de Alfonso.

Con él cargué el maletín en el que regresaban 17 años de ausencia y me resguardé del polvo que levantó el tren cañero a su paso veloz por la carretera destapada; con el llegué a una miniparcela inmersa en la vorágine de un cultivo industrial de caña de azúcar (el “progreso” sigue al conflicto armado como causante de desplazamiento) y toqué la puerta de la casa; con él conocí al nieto, al hijo, a la nuera, a la esposa y barrí las pavesas que llovían sobre el corredor de la vivienda, ensombreciendo también la existencia.

Con él me involucré en los remordimientos, los resentimientos, las heridas abiertas, las cuentas pendientes, los sentimientos camuflados, la ternura tosca de los personajes.

Con él canté destemplada y copetona (la escena de su figura perdiéndose en la noche cerrada del cañaduzal es de antología); con él lloré y lavé los pies de un ser amado (otra escena inigualable); con él abrí la puerta de la pesebrera al caballo (o al propio espíritu que se desbocó, no lo sé) y solté la cuerda a la cometa (o al propio espíritu que se elevó, no lo sé).

Con él compartí las vidas duras de los cortadores de caña; de los campesinos en general. Ay, Colombia.

Con él me quedé, nos quedamos, después de encendidas las luces del teatro. Catorce “locos por el cine” enraizados en la vereda El Tiple. Todos éramos Alicia.

COPETE DE CREMA: Si algún día me encuentro con Acevedo y Guzmán, primero les doy un abrazo de agradecimiento y, después, les pregunto qué pasó con el cebadero de pájaros que desapareció en una de las tomas posteriores a su construcción.

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