Apenas se enteró de que el cáncer de garganta era terminal, Val Kilmer, en vez de ir a donde un oncólogo, se encerró en su cuarto, abrió la biblia y empezó a rezar. La noche anterior el tumor que desde hace seis meses le ha crecido entre las amígdalas hasta llegar a tener el tamaño de una pelota de tenis, le impedía respirar. Al toser una plasta de sangre quedó impregnada en su pañuelo. La hemorragia no cesaba y, contrario a lo que ordenaban los pastores de la secta religiosa a la que pertenece desde hace diez años, se internó en el UCLA Mecial Center de Los Ángeles bajo el nombre falso de Oscar Davis. En el centro de la garganta los doctores le abrieron un boquete para permitirle respirar de forma artificial. Al recuperar la conciencia Kilmer quiso hablar pero ya no podía, la enfermedad le había arrancado para siempre el habla. Pidió un papel y un lápiz y preguntó ¿Cómo podía alabar al señor si ya no tenía una voz para honrarlo?
Desde junio, cuando empezó a mostrar una espectacular pérdida de peso que no tenía nada que ver con la misteriosa dieta oriental que presuntamente estaba siguiendo, sino con la enfermedad que se lo estaba comiendo vivo, sus asesores le recomendaron los mejores especialistas de Los Ángeles pero Kilmer permaneció inmutable en seguir a rajatablas las creencias que ahora seguía.
La iglesia de Cristo científico se centra en la curación por la oración como reemplazo de la ciencia médica. En el libro Ciencia y salud, escrito por Mary Baker, su fundadora en 1862, deja claro que el integrante de la secta que ose aliviar sus males usando la ciencia cometerá pecado mortal y será expulsado de la misma.
Esa norma es lo que ha hecho que Kilmer intente por todos los medios de negar la gravedad de su salud. Desde 1995 cuando protagonizó Batman forever y se convirtió en uno de los actores mejor pagados de Hollywood, su carrera ha entrado en una interminable espiral descendente. Siempre reacio a aparecer ante las cámaras, su carácter difícil le ha hecho granjearse más de un enemigo dentro del sistema. En 1990, cuando su interpretación de Jim Morrison en The Doors no sólo le enfriaba la sangre a los sobrevivientes de la banda sino que, para el imaginario popular, su rostro pasó a ser el del misimisimo Rey Lagarto, despreció el papel que le ofrecía Ridley Scott en Thelma y Louise, haciéndole un favor de paso a Brad Pitt, y prefirió irse a recorrer Europa con una maleta y una gorra que lo hacía irreconocible e intentar, en vano, escribir poesía. En vez de convertirse en el nuevo Rimbaud Kilmer se atracaba de pastelillos en plena campiña francesa. Bajar los veinte kilos con los que llegó de más para interpretar a Bruce Wayne fue una tarea titánica. Su carácter huraño le granjeó en el rodaje de la que es considerada la peor película sobre el hombre murciélago enemigos entre los que se cuentan el director Joel Shumacher quien le rompió la cara de un puñetazo debido a la manera en que trataba a los técnicos.
Los éxitos le dieron paso rápidamente a los fracasos. La isla del Doctor Moreau que protagonizaría al lado de Marlon Brando fue catalogada como el bodrio de la década. A mediados de los 2.000 Kilmer era una triste y obesa sombra del galán que rivalizó con Tom Cruise en Top gun.
Ahora, cuando tiene los días contados y ya no puede ni siquiera hablar, Val Kilmer teme que el ansiado proyecto de dirigir la versión cinematográfica de Huckleberry Finn se quede en el tintero por culpa del agresivo cáncer que lo ha invadido y de la secta que le recomienda, como paliativo, arrodillarse ante una imagen del Cristo Científico y una biblia abierta.
