En 1947, Albert Camus escribió La peste, una obra ambientada en Orán y cuyo destino estaría supeditado a un virus desconocido que es capaz de acabar con miles de vidas y con la moralidad misma del ser humano. De allí nace una idea de lo absurdo, en una serie de azares de la naturaleza que lleva a la sociedad a enfrentar las paradojas más esenciales de la existencia misma, una existencia absurda y trágica pero compasiva, una especie de tragedia colectiva. Esto último es una paradoja en sí mismo porque lleva a que cada persona comience a pensar más allá de sí propio bienestar y deba fijarse en el bien común, así las circunstancias los sobrepasen.
En la actualidad vivimos una situación similar. En síntesis, hay dos componentes básicos, el aislamiento y la sensación de incapacidad. La primera es más obvia por la necesidad de controlar la velocidad de expansión del virus, pero la segunda lleva a ser humano a observar la moralidad y lo colectivo. La única forma en que se supera la pandemia y otros azares de la naturaleza es mediante el trabajo conjunto, y esta especie de absurdo del destino nos lleva a ser dependientes de las esferas más ínfimas de la sociedad.
En este sentido, Camus describe es su obra las elecciones y sensaciones del individuo frente al absurdo de la existencia misma, como el mito de Sísifo. Esta idea del absurdo coloca al colectivo sobre el individuo, puesto que la peste hace que los colectivos queden por encima del yo. Sin embargo, en la época de Camus y ahora mismo, este peso colectivo sobre el yo ha sido aprovechado por otro absurdo y paradójico destino, el de la perdida de libertades. Las normas nacientes para controlar la pandemia, el absurdo de las prioridades colectivas alejadas de la racionalidad común, ha hecho que los más progresistas aboguen por perder libertades a cambio de controlar lo incontrolable, y que los conservadores busquen supeditar un bien común entre comunes, donde el mejor bienestar no es el que lleva a una mejor situación para todos, sino para los colectivos más distinguidos de la evolución social, lo cual es otro absurdo de la suerte de sociedad actual.
En la obra de Camus, antes de perder una esencia humana, se van perdiendo en el camino los deseos y necesidades, las tragedias familiares, la perdida de amigos, la separación de los amantes, y esto lleva a soltar ciertas acciones muy humanas como expresar nuestras emociones, pero curiosamente, podemos expresar emociones similares por quienes no conocemos, pero tenemos cerca, convirtiendo la humanidad en una doble tragedia de lo anhelado y lo tenido, lo primero lo queremos, pero nos duele no tenerlo, y lo segundo lo tenemos cerca, pero no lo sentimos tan propio. Aun así, la humanidad suele sacar lo mejor de sí en esos momentos en que no tiene nada, ni la esperanza de lo querido, por ello lo colectivo comienza a tener mayor sentido ante la adversidad, lo cual hace que paradójicamente sea la tragedia de la vida lo que hace nos hace más humanos.
En la actualidad, esto puede verse reflejado más en la afirmación de un sentimiento de cambio, uno que despierta pasiones al ver que el colectivo no iba tan bien como nuestras familias, que la desigualdad es capaz de acabar la misma dignidad humana, de socavar y reducir al individuo y las sociedades. Este sentimiento colectivo que describía Camus y que vemos en la actualidad, haría pensar que la esperanza es un buen síntoma ante esta adversidad, pero paradójicamente, en la sociedad moderna, con los mayores avances de tecnología, la mayor cantidad de información y medios de difusión de la historia, y donde las decisiones colectivas pueden ser lo más racionales posible, que lleven a un bienestar social sin precedentes históricos, es donde más creemos en las mentiras, donde más actuamos con base en las pasiones más individualistas y sesgadas, y donde estamos más en camino del absurdo individual que colectivo. Este azar paradójico muestra que la naturaleza del hombre cambia en su moralidad y elecciones, pero en esencia no cambia el absurdo de su ser.
Ante ello, el absurdo también llega en una necesidad de unidad, una que busca fines y medios comunes, lo que brindan las religiones y los gobiernos, pero que no es posible encontrar en medio de estas crisis. El problema ya no es solo la pandemia, sino como satisfacer esta necesidad común. Así, lo colectivo de nuevo es un azar de individuos que por probabilidad pueden encontrar los medios y fines lo cual, paradójicamente, es la esencia misma de las instituciones que forjan las sociedades.
Esto ayuda a explicar el por qué del descontento social de unos grupos choca con la pasividad y complacencia de otros, puesto que no hay un medio y un fin que persiga toda la sociedad, sino que hay grupos que son comunes entre ellos, pero que en esencia no tienen un fin común entre todos. Este absurdo es casi una constante en crisis de toda índole, porque la paradoja y el absurdo es tan humano como vivir con sus propias pasiones, con los contrapesos que dan la esperanza y la desilusión. Por ello, la moraleja de La peste reconoce la fragilidad del ser humano en su propia existencia, en una búsqueda de valores sociales sin sentido, lo cual también explica, porque estas instituciones como la religión y los Estados pasan por procesos de desprestigio, y donde las mentiras en redes son más cómodas que la voluntad de buscar una verdad por más absurda que sea.
Tal vez la mayor diferencia entre la pandemia actual y La peste de Camus está en la distracción, y la incapacidad generalizada de enfocar prioridades sociales, de buscar verdades incómodas, de querer encontrar medios y fines comunes a una justicia social y no de ciertos colectivos; el exceso de información no significó mejores decisiones colectivas, sino mentiras más generalizadas y aceptadas. Tenemos una pandemia y una epidemia de estupidez ante el destino colectivo. En la novela de Camus la solidaridad prima en muchos aspectos del mismo absurdo, pero en la actualidad la solidaridad es cuestionada, como si fuera un aspecto de pocos grupos, como si ya no fuera humana. La búsqueda de libertad y justicia por medio de esta solidaridad esta subordinada a las falacias más conservadoras y a la comodidad más progresista.
La pandemia actual nos obliga a crear y transformar normas, nos lleva a observar la soledad con mejores ojos, y ver un mundo distante de personas que ahora manejan nuestro destino, sin embargo, son grupos más pequeños los que toman las riendas de las decisiones más ínfimas de la vida, mientras los gobiernos intentan acabar las libertades sin controlar la aceleración del virus, aprovechando los vacíos jurídicos, éticos y morales para poner pequeñas monarquías congeladas en el tiempo, donde la sociedad queda muda ante el miedo y recurre a normas menos aceptadas moralmente. El control social pasa por generar el más absurdo y absoluto miedo, y no solo al virus, sino a las instituciones que deben controlar el virus, por lo que la trasformación social va guiada no al bien colectivo, sino a la concentración de poder que va a despertar paradójicamente una solidaridad y una pasión colectiva que llevara a más decisiones sociales irracionales, una paradoja en sí misma, y un absurdo de nuestro tiempo.
Los gobiernos, en medio de sus propias pasiones, no toman nota que el deseo de justicia y libertad más grande llega precisamente cuando hay mayores sensaciones de perdida de libertad y justicia. Esta última paradoja es una constante en Colombia, donde las pasiones y la desesperanza de muchos colectivos lleva a mayor represión del gobierno, y es esta represión la que más despierta deseos de libertad y justicia. Así pues, la irracionalidad de unos gobernantes convierte el absurdo de una pandemia en un absurdo mayor, en una paradoja social de la cual que el azar de la naturaleza no es culpable.