“Nada es tan fuerte y seguro en una emergencia de la vida como la simple verdad” (Charles Dickens).
La simple verdad, esa que reside en lo más hondo del alma del campesino colombiano, es ventura y desventura a la vez, aparejamiento, unido por la yunta del abandono y por el lamentable desinterés de parte del Estado Colombiano, sumado, para colmo, por el agobio de toda clase de grupos armados al margen de ley. Esta es la simple verdad de que habla Charles Dickens, la del padecimiento, la pobreza, el desarraigo y el desplazamiento forzado.
El conflicto armado afectó de manera concluyente las zonas rurales del país, forzando masivamente la movilidad de la población rural hacia las ciudades y cabeceras municipales, alterando de nuevo el mapa social económico y cultural de la población campesina en nuestro país. Cualquiera que sea la adversidad, los campesinos del país, con gran estoicismo, han logrado dejar la impronta de manera positiva y resiliente, sin olvidar el contexto de la violencia rural y la falta de oportunidades con respecto a la población urbana.
En 1965, durante el gobierno del presidente Guillermo León Valencia, se estableció que el primer domingo del mes de junio se celebraría el Día del Campesino. Este reconocimiento busca compensar el olvido y la negligencia estatal, en procura de brindarles espacios para acrecentar el desarrollo económico, blindar la seguridad alimentaria y conservar las tradiciones del campo.
Las migraciones campo-ciudad no son un hecho aislado, estas obedecen a una dinámica sombría. Por una lado, la dejadez del campesino por cultivar la tierra, por múltiples razones o circunstancias, entre las que subrayamos la inaccesibilidad en la tenencia de la tierra, propia o en arriendo, para cultivarla. También podemos agregar el alto costo de los insumos agrícolas, el precio irrisorio de sus productos, la poca tecnificación, el desequilibrio en la competencia de nuestros labriegos con relación a otros países (con ocasión de los tratados de libre comercio, el latifundismo (que cada día los cerca y los invita a poner en venta sus parcelas), la falta de oportunidades y de acceso a la educación superior, la extranjerización de la tierra y el acoso de las multinacionales en la explotación de sus territorios.
Lo anterior conjuntamente con el conflicto armado ha sido el colofón para que nuestros campesinos migren a las ciudades a vivir del rebusque, del motaxismo y, en el peor de los casos, pidiendo monedas en cualquier semáforo, lo que debería ser una afronta e indignidad para el Estado colombiano.
De allí que mi afirmación es tan categórica: campesinos, sí; agricultores, no. Las estadísticas no dejan mentir. Según un estudio realizado por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) y la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en 2009, la población rural de América Latina y el Caribe asciende a 121 millones de personas. Para el caso colombiano, el censo general de población del año 2005 muestra que la población total censada compensada es de 42.090.502 habitantes, de los cuales 31.566.276 (75%) viven en zonas urbanas; mientras que 10.524.226, o sea el 25%, viven en zonas rurales.
Sin duda, las grandes ciudades han sido copadas por nuestras gentes del campo. Ojalá se revierta este fenómeno y nuestros campesinos vuelvan a sus parcelas a labrar y cultivar la tierra para producir la demanda de alimentos que necesita la humanidad.