Fue dando vueltas y vueltas a la cabeza, buscando plan para la festividad del 7 de agosto. Al final estaba delante de mis ojos, a un golpe de vista del calendario. Un paseo por la historia en semejante fecha apuntaba, como las brújulas, al norte. Me recordó el periodo de elaboración del libro ‘Colombia, Tesoro Natural’, el cual no pude concebir sin dedicar tiempo y espacio a comprobar la leyenda de Boyacá.
Boyacás hay muchas, Paipa solo hay una, como quien dice a dos cuadras del Pantano de Vargas, al que la fecha me lleva por asociación de ideas. Pantano aunque no encontremos aguas sino la sombra del cerro Picacho, el que vio izar por primera vez, en la batalla más representativa de la independencia, los colores amarilo, rojo y azul de una bandera que con el tiempo acabaría identificando a tres naciones: Colombia, Venezuela y Ecuador; pantano aunque en su lugar encontremos un majestuoso monumento que retraté recién caída la luz del crepúsculo en otra no muy lejana escapada a las termales vecinas del lago Sochagota. Ese paseo no obstante lo contaremos en otro capítulo de nuestros caminos labrados por caminantes hermanos.
Este 7 de agosto encontró su destino en la cercanía con Bogotá y en una ruta que ha forjado en el ambiente capitalino una gran reputación sobre las excelencias naturales e históricas del departamento vecino. En un frío amanecer cercano a La Calera, decidí emprender viaje camino de Tunja. Si de rondar aires de patriotismo se trataba, mejor destino, imposible. Más no solo de historia se alimenta este interesante regreso al futuro. La naturaleza que me aguarda, otrora testigo de gritos libertadores, centenaria conserva a día de hoy todo su encanto.
Los humedales cundinamarqueses prepararon la retina para entrar de lleno en la confirmación de que esta región es toda en sí un inmenso cuadro de derroche bucólico que apenas abandona la gama de verdores de la Cordillera Oriental Andina para alzarse en las blancas cumbres del nordeste. Como fiel reflejo de la geografía global de la patria colombiana que contribuyó a formar, las tierras boyacenses abren una horquilla de ecosistemas y contrastes desde el caluroso Magdalena Medio de Puerto Boyacá o el desierto de La Candelaria al glacial gélido del Parque Nacional del Cocuy, pasando por esta mencionada esencia genuina andina que uno empalma entrando desde la capital por el altiplano compartido con las tierras cundinamarquesas.
El contacto con la naturaleza es permanente y mi vehículo se detiene una y otra vez cámara en mano requerido por el regio panorama. Tierra de cultivos y ganado, las plantaciones de papas, las caléndulas y las feijoas dan tipismo y cromatismo a los campos boyacenses poblados de campesinos amables, ataviados con sus sombreros de tapia pisada y sus ruanas de lana. Pocos lugares puede uno conocer tan idílicos para el turismo rural, para mezclarse con las gentes entre el calor de una arepa campesina o el dulce sabor de un durazno recién cogido.
El puente de Boyacá y la imponente ceiba que lo vigila aúnan en una sola imagen todo el simbolismo de esta tierra sagrada de la gesta bolivariana, testigo de batallas que forjaron la construcción de América Latina. La estatua de Simón Bolívar, en lo alto de la colina, preside esa orgía cromática de verdes en contraste con un cielo azul bajo el cual la historia y la geografía hacen bocadillo tan perfecto como los típicos dulces de arequipe que se fabrican en las cercanías.
Siguiendo esa simbiosis, la ruta me conduce a Villa de Leyva, la perla colonial por antonomasia, yo diría, tan cercana en cuerpo y alma a la España profunda, tan pateada por este caminante desde la niñez hasta los primeros escarceos de pluma y cámara; pueblos de la madre patria evocados al instante al llegar a pisar los primeros adoquines de la hermosa villa. Una perla colonial que aglutina la maravilla y encanto de los pueblitos boyacenses, todos ellos situados en un marco natural perfecto. Su majestuosa plaza, un amplio cuadrilátero de piedra con una fuente en el centro, me recuerda la imagen de la capital del departamento, Tunja, donde leo se ubica la mayor construcción de estas características erigida en América por los españoles.
En Villa de Leyva cada piedra de cada calle evoca una estampa singular de abajo hacia arriba apuntando a las balconadas, o a las paredes de cal del convento o al cielo parcialmente nublado del cerro omnipresente. Se respira vida, historia, tiempos pasados y presentes en balaustradas engalanadas de flores y atardeceres ataviados con las luces de los faroles. La obra del hombre se admira en un paseo plácido por las calles centenarias, pero más si cabe se disfruta de la obra divina en unos alrededores donde admirar avestruces, realizar caminatas, rutas a caballo o en bicicleta de montaña.
Boyacá no solo es historia, Villa de Leyva no solo es tipismo. No fue difícil conseguir una bicicleta con la colaboración inestimable de Diana, servicial y amable gerente del hostal donde me hospedaba. El pedaleo plácido me llevó en las cercanías de la villa a Iguaque, santuario de fauna y flora, referencia de la cosmogonía muisca donde sumergirse en lo más profundo de la vida silvestre boyacense de la mano de la leyenda de Bachué, la madre de la humanidad que emergía de la laguna sagrada de este lugar, hoy convertido en parque nacional natural.
La jornada requiere madrugar con las primeras luces del alba. El recorrido cautiva con el sonido de las quebradas y de la rica diversidad de aves de la zona. Dos vacas dan la bienvenida en medio de la trocha cien metros antes de llegar al punto de recepción del parque, donde registrarse y abandonar las ruedas para seguir a pie. Conforme avanzo en la ascensión penetro más y más en el corazón del bosque andino. Caminar y caminar, haciendo camino al andar, avanzando por estrechos senderos escoltados de espesa vegetación plagada de musgos y bromelias, continuando por un pequeño puente de madera para salvar la quebrada monte arriba donde me sorprende una mariposa espectacular de tonos pardos y anaranjados posada sobre una flor púrpura.
El bosque deja paso al páramo con alturas que llegan a los 3.800 metros sobre el nivel del mar y la laguna es el destino final de este santuario natural, hogar de especies tan hermosas como el tucanito esmeralda, el gorrión afelpado, la tangara mariposa o el picaflor de antifaz. Me cruzo a la vuelta con un grupo de jóvenes que provisiones en mano y mochila a cuestas, han decidido pasar cinco días acampados en el lugar. En el regreso las vacas de la trocha continúan allí, pastando tranquilas a un lado.
La ducha con agua bien caliente, tanto como el chocolate con arepa a la luz de un candil en un hostal lleno de encanto, es el punto y seguido a un día pleno de sensaciones. Cae la noche y el paseo bajo las luces de Villa de Leyva es el mejor colofón a un día inolvidable. Hay unos músicos callejeros, una pareja que no para de tomarse fotografías con el celular entre risas infinitas y un grupo de turistas que resultan canadienses y se dan solos para un rato de conversación. Hablan de Colombia del modo que siempre nos gustaría que todo el mundo hablara. Uno de ellos, interesado en los paseos en cicla, se confiesa devoto de Nairo Quintana y ya sabe que fue criado no muy lejos de aquí. Dice que días atrás vio una foto suya entrenando por las tierras boyacenses entre los campesinos y sus ruanas. Esa es las crónica de otro paseo boyacense. Entre tanta energía cosmopolita sobre la inmensa plaza, con el hilo musical callejero de fondo, cobra más que nunca sentido el lema machadiano de que no hay camino, sino que nosotros en nuestros pasos hacemos camino al andar.