Ya había perdido la cuenta. Las horas se hicieron días, los días semanas y las semanas meses. Sumido en la perplejidad que trae sentirse ajeno al paso del tiempo, un pesado lamento lo mortificaba: empezaba a acostumbrarse a la ausencia de su hijo, cautivo desde hacía años por la guerrilla. La mañana que decidió emprender su caminata, no solo para llamar la atención ante el olvido colectivo de todos los secuestrados- que ya se contaban por miles- sino también para mantener intacta la dignidad íntima de su dolor, empezó a comprender la verdadera esencia de su travesía: fundirse con el camino que recorría a cada paso. Acompañado de un bastón y uno que otro curioso que luego de algunas horas lo abandonaba para verlo perderse ante el amplio horizonte, Gustavo Moncayo, el profesor Moncayo, caminó más de mil kilómetros desde el sur hasta el centro de un país que con indiferencia ignominiosa le había arrebatado a su hijo Pablo Emilio. No hay camino en vano. Siempre lo supo. 13 años después del último abrazo se reuniría con él. El sendero había llegado a su fin.
Muchas han sido las razones que han llevado al hombre a caminar. Miles de años atrás, desde la originaria África la imaginación curiosa de nuestros antepasados obligó al humano en ciernes a emprender arriesgadas vorágines más allá de la caída del sol. Con el paso del tiempo, y mucho antes de decidirse a atravesar los mares -que marcaban el final de sus pasos- mujeres, niños, ancianos y hombres poblaron los rincones más lejanos del mundo.
Desde esos días las razones para emprender caminos han sido tan variadas como imprescindibles: milenarias marchas de pueblos enteros en búsqueda de tierras prometidas; peregrinaciones de profetas, santos y deidades en vísperas atentos a la verdad iluminante y esquiva; movimientos civiles pacíficos que se negaron a ceder su lugar en el mundo ante la arbitrariedad de los otros y uno que otro extraviado que ante la confusión de la vida, e incapaz de todo lo demás, fue salvado por el natural y liberador acto de caminar.
Adicionalmente, han sido comprobados los efectos medicinales de caminar, aparte de desarrollar nuestras habilidades cerebrales de concentración es hoy sabido que a cada paso liberamos sustancias químicas que, entre otras cosas, reducen el dolor físico y nos producen sensaciones placenteras. De acuerdo con la universidad de Harvard, caminar con frecuencia podría reducir en más de un 30 por ciento los riesgos cardiovasculares y es recomendado para pacientes que sufren de Alzheimer y demencia senil. La terapia del camino.
La virtud más significativa que conlleva caminar
se traduce en la activa oposición
que se puede ejercer ante los vicios del mundo
No obstante, la virtud más significativa que conlleva caminar se traduce en la activa oposición que se puede ejercer ante los vicios del mundo. Así lo afirma el autor Dan Rubinstein en su interesante libro “Nacido para caminar, el poder de transformación de un acto pedestre”.
En ese sentido, Rubinstein afirma que desde una perspectiva sicológica y sociológica, caminar representa un acto de resistencia ante una cultura dañina que en la actualidad prefiere los atajos a los recorridos arduos y extensos, dando prioridad a la instantaneidad de breves placeres y menospreciando la capacidad pedagógica que acarrean las actividades físicas que resultan en un cansancio provechoso e incluso en cierto dolor benéfico.
Por si fuera poco, caminar también nos pone de cara ante la experiencia humana. Es casi imposible comprender al otro cuando se está confinado en un automóvil, un bus o un tren. Caminar nos permite ver a los otros, detenernos en ellos y lo que los rodea y ver en sus cristalinas miradas el reflejo que nos permite comprenderlos, peregrinos. Humanidad compartida.
Suelo no contradecir a los poetas, en este caso haré una excepción para afirmar que para cualquiera que asuma su natural condición de caminante sí hay camino, posiblemente un único camino, ese difícil e inclinado laberinto que nos lleva hacia nosotros mismos.
El camino se lleva por dentro.