Algo debe cambiar en Colombia, pero no sabemos bien qué. Tampoco sabemos cómo y en qué orden. ¿Debe cambiar el Gobierno Duque, y ya? ¿O el Congreso, y listo? ¿O el sistema judicial corrupto? Eso piensan tal vez las mayorías nacionales. Otros, más conspicuos, creen que se trata de cambios fundamentales de orden constitucional. Y otros, que el tema es más profundo: se requieren cambios en las instituciones, es decir, en las reglas del juego escritas y no escritas que norman la existencia social. Y cambios de más largo plazo, en la cultura.
Los primeros creen, con esperanza, que en el 2022 el voto popular castigará al uribismo y por primera vez la izquierda llegará al gobierno, con Petro. O al menos que se cambiará al uribismo rabioso por alguien más racional como Alejandro Gaviria o De la Calle, o en últimas por un uribista tibio como Fajardo.
Los analistas, que no son leídos por los electores pero siguen cacareando, han llamado la atención sobre el hecho de que Petro o cualquiera de centro, o del pantano como Fajardo, puede quedar entrampado con un Congreso adverso y un sistema judicial hecho para impedir transformaciones sustanciales. Un presidente de “centro” conviviría con ese entrampamiento y todo seguiría a medio camino. Petro, por el contrario, enfrentaría la opción de cambios en el orden constitucional y por eso el establecimiento se alarma a morir.
Pero cuando el diagnóstico de las causas de las dolencias nacionales se hace con perspectiva histórica y de largo plazo aparecen las angustias y la desesperanza.
En 1994 me encontré por primera vez con Francisco Thoumi. Cuando Marina, la secretaria en Fescol, me anunció que el doctor Thoumi quería hablar conmigo, alisté mi inglés caqueteño para saludarlo. Él se sintió ofendido por mi atrevimiento y me espetó que era colombiano y que también había pasado por Economía de la Universidad Nacional.
–Me fui de La Nacho cuando ustedes, los estudiantes, pintaron las paredes denunciando la infiltración de la FORD en la educación superiory a Fals Borda y esas cosas...
–Que pena, profesor, yo leí su tesis doctoral en inglés y asumí que no era colombiano –esa fue mi defensa.
Al final de la charla de ese día quedé convencido o mejor aturdido, con la idea de que el problema en Colombia son las instituciones, es decir que los colombianos no acogemos unas reglas de juego que nos permitan priorizar el bien común por sobre los intereses egoístas, individuales. Thoumi me explicó eso con referencias históricas a las prácticas políticas de los españoles colonialistas, los tiempos de la República y hasta la vigencia contemporánea del narcotráfico, el contrabando y la corrupción. Antes, Salomón Kalmanovitz había repartido unas fotocopias de textos de Douglas North sobre institucionalismo y los costos de transacción, los cuales, más allá de los costos de producción, hacen inviable una nación como Colombia. Pero el tema entonces me había parecido una fuga intelectual no tan práctica para entender a Colombia.
Con la Constitución Política de 1991, propuesta primero por el EPL y luego por unos muchachos universitarios como los que hoy (2021) han conquistado la imaginación y la vida política nacional, los colombianos nos llenamos de optimismo y de esperanzas. Al fin llegábamos a la modernidad y a la democracia: la regla del juego fundamental, la Constitución Política, ahora le abría espacio cívico y político a los indígenas, a los afrocolombianos, a los de religiones distintas a la católica y a los no creyentes, a los partidos y movimientos políticos alternativos a los tradicionales, Conservador y Liberal, en fin, llegábamos a la tutela y al “estado social de derechos”.
No todo era perfecto en la euforia de 1991. Algunos notamos el avance simultáneo del neoliberalismo ramplón de Gaviria-Hommes y otros destacaron las insuficiencias en la descentralización, entre mil reparos más. Mientras tanto las Farc y el ELN decidieron escalar la guerra y desconocer por completo las conquistas de 1991. (Faltaban millones de víctimas y mucho dolor antes de lograr acuerdos de paz como el de La Habana de 2016, a pesar de los pesares).
Luego apareció Antanas Mockus a decirnos que el problema era cultural. Joda. Cultura ciudadana y que el poder siga como venía pero un poco más autoritario, con cierta superioridad moral, que después desapareció.
Mientras tanto la cultura mafiosa se tomó el Estado, las empresas élite, las empresas políticas familiares, la justicia, sectores de las Fuerzas Armadas, la prensa de élite y hasta algunas universidades.
Es por todo eso que el estallido social de 2021 no tiene un objetivo claro. No ha fracasado, como profetizan algunos nostálgicos de las revoluciones de manual, pero tampoco ha logrado un cauce cierto. Apenas comienza.
Nota al margen: Me suena que la fórmula presidencial Gustavo Petro-Ingrid Betancourt sería imbatible. A ustedes ¿qué les parece?
Por múltiples razones el estallido social 2021 no tiene un objetivo claro, pero no ha fracasado. Y apenas comienz