La línea del menor esfuerzo es una posición cultural enraizada en la conciencia de la mayoría de los guajiros que lleva al facilismo. La pereza mental, propia de este estilo de vida, es una epidemia que genera el subdesarrollo y se cultiva desde temprana edad. Son la misma familia y la escuela las que están reproduciendo este modelo de conducta que aviva la mediocridad, la que se manifiesta en diferentes escenarios. No es casual que ocupemos los últimos puestos en competitividad a nivel nacional.
En casa los infantes aprenden de sus progenitores los atajos para terminar de cualquier manera, allí va implícito lo deshonesto, las labores asignadas. Generalmente alguien más tiene que emprender la misma tarea, sumando un esfuerzo adicional al necesario para hacer bien las cosas que no se hicieron desde el comienzo. Hacer lo menos posible por principio, lleva casi siempre a gastar más trabajo en la consecución de cualquier meta. Acostumbrarnos a eso ha producido un daño cultural de grandes proporciones, pero de dificil percepción.
La mayoría de las veces no se alcanza el mejor resultado posible, pero se padece del mal de complacerse con poco. Por lo que un logro pobre resulta satisfactorio y motivo de orgullo. En muchas situaciones se hace alarde de cosas insignificantes, puesto que el rasero o paradigma es por lo bajo. Si en casa se acostumbran a los hijos a que no hay que esforzarse, serán sin lugar a dudas unos fracasados, pues nunca se plantearán resultados excelentes o dificultosos en la vida.
En nuestro entorno conocemos familias que por más de cinco a seis generaciones se han mantenido inmersas en un nivel de vida muy bajo. Pero ni siquiera son conscientes de esa situación y siguen multiplicando y reproduciendo la baja escolaridad (generalmente por deserción), el hacinamiento, la promiscuidad, entre otras cosas, muy propias de los niveles inferiores de la escala social. Está probado que es la educación la clave de la movilidad social ascendente. Nuestros “líderes” políticos jamás han tenido eso como bandera.
El sistema escolar público, la educación superior incluida, también es un criadero de ese virus social. En muchas situaciones, docentes y discentes se ven atrapados también en esa escalada de la inactividad, donde compiten por hacer lo menos posible. Realizan únicamente lo obligado a hacer o lo que deben hacer en el día a día y no pueden posponer, inyectándole a la tarea el mínimo esfuerzo. Jamás aportan ninguna iniciativa personal. Como resultado, aportamos los bachilleres y profesionales menos preparados del país según las pruebas nacionales.
El producto resultante de esta crisis mental es la de una generación de niños, jóvenes y adultos conformistas, seres sin proyección, carácter ni personalidad. Mediocres condenados a pertenecer durante sus vidas a la más baja categoría de personas, a la de las grandes masas uniformes. Cerebros que permanecieron ociosos en la mejor parte de sus existencias, que nunca se plantearon algo nuevo, que llegan y se van del planeta sin dejar huellas.
Estas mismas personas cuando ingresan al mercado laboral, si es que lo logran, trabajan si no tienen otra alternativa, pero siempre hacen el menor esfuerzo. Se levantan lo menos temprano posible al tratar de cumplir un horario, toman ventaja de cuánto atajo puedan y se dan por vencidos al menor obstáculo. Siempre promueven un horario de trabajo más corto, fines de semana más largos, más vacaciones y feriados, así como un retiro pagado más pronto.
Esta es la radiografía de seres totalmente opuestos a los ciudadanos de las sociedades más avanzadas, del primer mundo, que tienen una cultura de trabajo y cambio constante para evolucionar hacia mejores prácticas sociales y niveles de vida. Esa es la diferencia entre los comportamientos que fomentan la pobreza y la riqueza. En parte los niveles de atraso que aquejan a La Guajira y a Riohacha en particular, es la reproducción constante de esas actitudes, conductas y comportamientos en medio de la falta de oportunidades.