Cambiar o desaparecer, el dilema de los partidos políticos de la Unión Europea

Cambiar o desaparecer, el dilema de los partidos políticos de la Unión Europea

Aunque están en una crisis de representación ya que han perdido contacto con sus electores, sin ellos no hay gobernanza. Es necesario recuperar el tiempo perdido

Por: Francisco Henao
octubre 15, 2019
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Cambiar o desaparecer, el dilema de los partidos políticos de la Unión Europea
Foto: World Economic Forum - CC BY-SA 2.0 / Olaf Kosinsky - CC BY-SA 3.0

El ÖVP, Partido Popular Austríaco, ganó por segunda vez en dos años las elecciones de Austria el domingo 29 de septiembre. Quizás Sebastian Kurz, 33 años, sea por segunda vez canciller del país, depende de los acuerdos. Austria no le pasó factura por el escándalo de su socio de gobierno, Strache, acusado de malversación de dinero. La causa para adelantar el calendario electoral. El Partido Socialista, PS, de Portugal ganó el 6 de octubre, Antonio Costa obtiene un segundo mandato, aunque no logró la mayoría absoluta como se esperaba, ya que su gobierno, desde 2015, hizo que se hablara del “milagro económico” en el país luso, además la abstención fue muy alta. También renovó su victoria, el 13 de octubre, el partido católico nacionalista polaco Ley y Justicia, PiS, esto garantiza continuar la disputa entre Varsovia y Bruselas sobre las controvertidas reformas judiciales. Así, Jaroslaw Kaczynski le gana el pulso a su rival y opositor Donald Tusk.

Los triunfos de ÖVP, PS y PiS confirman que la excepción modifica la regla, pues en Europa los partidos políticos atraviesan horas bajas en su credibilidad y la tendencia mayoritaria es a la inestabilidad, provocando que la gobernanza sea un artículo de lujo. Esto ha llevado a la desafección de los ciudadanos por sus líderes políticos y sus partidos, enfocados en sus luchas por el poder y menos en solucionar los problemas que los aquejan. La complejidad del mundo actual no se ve reflejada en la acción política.

Lo precario es la moneda de cambio de la actual política. Se ve en todas partes, desde el Atlántico hasta los Urales, como decía De Gaulle. La democracia sin los partidos políticos camina bamboleante, es como el ciego al que falta su bastón, imprescindible para guiarse. Pero la gran dificultad y el rencor se da al ver la desconexión entre lo que ofrecen y lo que realizan. Sus ideas están alejadas de la realidad. El divorcio entre el decir y el hacer es notorio. El consenso político de los últimos 40 años está caduco. Hoy los políticos hablan de llevar adelante las “ideas progresistas”, pero todo se queda en el enunciado. Por tanto, la gente no se identifica con los partidos, si alguna vez hubo lazos entre ambos, eso es cosa del pasado. El jurista e historiador británico Jonathan Sumption en El País, 29 septiembre, comenta que los grandes partidos británicos reflejaban en sus prácticas “los cambios y nuevas corrientes de la sociedad”. Quizás fue así antes, ahora ya no se percibe así.  Esa desconexión es la base de la crisis del sistema político.

Sumption, 70 años, ex juez del Tribunal Supremo, siente que el actual “Partido Conservador se ha convertido en un partido monomaníaco, xenófobo y antieuropeo”. Tres palabras que describen muy bien la disfunción política que padece la Unión Europea, y constitutivas de sus problemas. La primera, casarse con la locura de una sola y obsesiva idea, ha pasado a ser la más bella idea para no gobernar y encubrir exactamente la falta de ideas, que sale a la superficie cuando se observa que los partidos “han perdido la capacidad de plantear propuestas”, dice el sociólogo francés Michel Wierviorka, en Nueva Sociedad, marzo 2019. La gente siente que los partidos no la representan. Así, el poder está desconectado de la población, sin capacidad de mediación. Es decir, la representación política está ausente. Entre el gobierno y el pueblo, en el medio, no hay nada para llevar a cabo una mediación.

Es bien sabido, para llegar al poder se necesitan sumas millonarias. La campaña de Donald Trump en los primeros seis meses de 2019 dice haber recibido la colosal cifra de $ 30 millones de dólares. La campaña de 2017 de Angela Merkel costó unos 20 millones de euros. Se deduce que al llegar al gobierno ya tienen hipotecado su capital político. Esto acentúa la crisis de mediación. Los actores implicados en el hecho político —partidos, sindicatos, asociaciones— olvidan su función mediadora porque priman sus intereses particulares. Las propuestas, si las hubo —los debates electorales se han reducido a peleas personales de los candidatos— desaparecen y los grandes asuntos se eluden.

Por ninguna parte se oye hablar de una política definida, firme y decidida para acabar con el lamentable flagelo del desempleo, por ejemplo. Hace 20 años cuando Tony Blair ya era primer ministro, en un famoso discurso, lleno de palabras conmovedoras ante el Parlamento dijo que Europa cargaba sobre sus hombros la horrible cifra —yo diría afrentosa— de “18 millones de parados”. Ese día se prometió acabar con semejante flagelo. Al terminar la sesión, los diputados abandonaron sus sillas con rostros cabizbajos y avergonzados, algunos fueron a cenar a Piccadilly Circus. No se llegó a ninguna parte porque en 2019, dos décadas después del juramento de Blair, el desempleo a 30 de junio arroja cifras dantescas en la Unión Europea: 28 millones de seres humanos, de entre ellos, varios millones son jóvenes cuya única esperanza se cimenta en que aparezca cualquier avispado y los lance al mundo de la ilegalidad. Habrá entonces que admitir unas palabras que bordean la verdad, del político francés Arnold Montebourg, “la política, son estas proposiciones para unos resultados grandiosos que a menudo resultan minúsculos”. En ellas se establece el rompimiento de lazos entre partido y sociedad civil.

Quizás cuando Tony Blair llegó al poder en 1997 era un político bien intencionado. Aún tenía ideales y pensaba que podía darles vuelco a las cosas. “Quiero cambiar el país”, repetía cuando estaba en campaña. Pero en verdad no cambió nada. Más bien muchas cosas se han agravado, como si el arte de la política, y por ende de los partidos, consistiera en provocar no claridades sino sombras, cuanto más oscuras y brumosas, mejor, para justificar los atropellos a que son sometidos los pueblos. A Blair, los medios lo llamaban “el caniche” de Bush hijo. Yo creo que sí, hacía bien su papel, fiel, muy obediente, apenas ladraba, inofensivo. Hoy creo que Blair es un jaguar bastante fiero. Es el típico ejemplo de cómo el poder destruye la naturaleza humana. Descompone la materia primera y da lugar a una nueva criatura de no se sabe qué tipo. Sus efectos son perpetuar los privilegios y que nadie se mueva de su lugar. Se integra al aparato infernal que exige dejar las cosas tal como están. Creo que ese proceso ocurrió muy a pesar de él, una especie de aliteración como las de Santa Teresa cuando escribía “vivo sin vivir en mí”. Blair comprendió pronto que, como dice Rushdie en Shalimar el payaso, “el palacio del poder es un laberinto de estancias comunicantes”, habitado por distintos y salvajes criaturas mitad hombre-mitad monstruo. Quien penetra en él tiene que ir dispuesto a hacer lo que sea para sobrevivir, soportar todas las pruebas y superar sus mil triquiñuelas. “Si sale con vida puede darse por contento”, y será revestido con aureola de triunfador. Doquier va Blair, pontifica; pero el mundo es devorado por las llamas.

Europa progresa en desigualdad. No es una idea pesimista, ni dramática, ni virtual. Pero la metáfora Blair no ha lugar a dudas. El inglés ha manejado los hilos del poder durante los últimos 25 años. Se mueve por todas las cancillerías, entra y sale del Oriente Medio y de las monarquías árabes, de África, sentando precedentes de cómo se debe hacer la política. Habla en voz alta, es uno de los hombres más influyentes de la política internacional. Él acumula poder, prestigio, capital, influencia y una enorme fortuna. El poder es para su usufructo personal, los demás están excluidos de él, el pueblo no cabe en la ecuación blairiana. Pero no es solo él, el abanico abarca toda la selecta y exclusiva élite política europea. Se han enriquecido y copado las instituciones comunitarias, y al dejarlas se ubican en los grandes bancos y entidades multinacionales. El excanciller Gerhard Schröder es la mano derecha de Vladimir Putin que lo colocó en el consejo de la petrolera rusa Rosneft. José Manuel Durao Barroso, 10 años presidente de la Comisión Europea, es el hombre más importante de Goldman Sachs en Londres. Los hombres convertidos en dóciles borregos del poder.

Pero detengámonos un momento en la figura del excanciller alemán Schröder para entender el proceso europeo, estas figuras políticas son claves, además están hondamente ligados a las crisis de los partidos que, repito, son el meollo de la democracia, si el partido está enfermo, la democracia está enferma, la urgencia es detectar el tipo de enfermedad, y en Europa el mal está sin la medicación adecuada. El proyecto comunitario si quiere tener un modelo eficiente, expedito, practicable tiene que crecer en aumentar la democracia, que es una de las cuatro columnas para que el proyecto tenga vigencia. En otro escrito hablaré de las tres restantes. En Alemania de manera tibia se ha cuestionado a Schröder por sus nexos con Rusia. No es un alemán cualquiera, dirigió 7 años el país. Putin adelanta en Europa un meticuloso plan para aumentar su influencia y, donde se lo permitan, dominar. Schröder, del SPD, es uno de sus alfiles para lograrlo, en septiembre 2017 fue nombrado presidente del consejo de Rosneft, compañía sancionada en la UE por la anexión de Crimea. Schröder, contraviniendo las directivas de sanciones a Rusia por lo de Crimea y la guerra de Ucrania, ha insistido varias veces en su inconveniencia. Viktor Orbán, presidente de Hungría, igualmente pide el levantamiento de la medida, pero desde Bruselas lo reconvienen. El alemán sí tiene carta blanca, y es excanciller. El 25 de junio de 2019, Rusia regresó a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, los parlamentarios europeos votaron favorablemente el ingreso.

Inaudito, esta Asamblea está para defender los derechos humanos y la democracia. Enorme triunfo de Putin y pésima señal de Europa. Detrás está la mano providencial de Schröder, que devenga generosos emolumentos pagados por los rusos. Él, en la prensa alemana responde a los que objetan esta anómala y extraña circunstancia, “es asunto mío, algo privado”. Un diputado verde, Reinhard Bütikofer lo ve como “un sirviente al servicio de la política de Putin”. El presidente de Ucrania, Zelensky, se sintió traicionado por Alemania, por haberle dado cabida a Rusia en Europa. Es una decisión incoherente de la Unión Europea. Y Trump que, como Putin, quiere dinamitar a la UE —porque se opone a sus planes imperialistas— le dijo a Zelensky: “Ella (Merkel) solo habla de Ucrania, pero no hace nada”, en la famosa charla telefónica, revelada por la Casa Blanca. Zelensky debe andarse con cuidado, Trump no es de fiar, y los oligarcas rusos, admirablemente amaestrados por Putin, son uno de los grupos económicos más poderosos del mundo. Schröder es uno de sus escuderos.

La metáfora Schröder es diáfana: El poder es para servir a sí mismo, el ciudadano europeo no está en los radares de sus dirigentes. Aquí reside lo grave: el pueblo europeo ha perdido la fe en la política. Mientras Blair y Schröder ven sus cuentas bancarias deliciosamente alimentadas, la juventud italiana —y la de toda Europa— ha sido sacrificada. En nombre del cinismo y para apaciguar la conciencia se habla de “la década perdida”. Esa juventud es la mayor prueba de que los políticos caminan de espalda a sus electores.

Los jóvenes italianos, mal pagados y muy afectados por el desempleo, rechazan las reformas económicas y financieras y responsabilizan a la UE de sus males. Luigi Di Maio, les prometió algo imposible: un salario mínimo, que no encaja en la devoradora deuda italiana. El premier Giuseppe Conde está obsesionado —la entelequia del siglo— con reducir la pobreza del sur, siempre discriminado y denostado por el norte. Los hijos de los pudientes italianos se van del país porque lo único que ven son engañifas que llevan al estancamiento. Además de penuria, les venden xenofobia como la causante de todos los males que impide avanzar. No más barcos con inmigrantes, era la mentira de Salvini, para hacer creer que era un estadista. En Argentina miles de italianos fueron recibidos y se convirtieron en una bendición para el país. La inmigración nunca es mala. Merkel aceptó un millón en 2015 y Alemania no se vino abajo. Los extranjeros como peste, fue la trola de Boris Johnson para impulsar el Brexit. Pero los ingleses de por sí son xenófobos, ni siquiera ven con buenos ojos a escoceses y galeses. Ellos discriminan por un estúpido complejo de inferioridad, que en realidad es lo que padecen, y la aristocracia inglesa les ha metido por los ojos como sinónimo de distinción y distintivo de clase.

La juventud europea —incluida la británica, sin duda— es la auténtica discriminada. Que Salvini, que Orbán, que Santiago Abascal, que Andrej Babis, que Emmanuel Macron, que Boris Johnson, que Kyriakos Mitsotakis, se quiten sus disfraces de pacíficos corderos. Europa está lejos de los europeos. Los jóvenes lo saben, han sido condenados a la exclusión. El euroescepticismo proviene de verse abandonados por sus dirigentes. Los partidos se desviven por el poder, no por servir a una causa. Esto se quedó para los libros de Manzoni, de Dumas o de Dickens. La ambición personal de sus dirigentes es la única regla de los estatutos partidistas. Por los pelos se salvó Italia del paripé de acudir a nuevas elecciones. Italia es el prototipo de la envidia, de la majadería partidista. Es la tierra donde anida el cisma. Se acaba de formar el nuevo pacto entre el partido grillini M5E y Pd —Partido Demócrata—, heredero del PCI, izquierda pura de Palmiro Togliatti y modernizado con Enrico Berlinguer. Pero ser moderno no tiene por qué significar enterrar a Antonio Gramsci. En Pd son las facciones las que impiden hacer política. Perros luchando por su territorio. Han errado la lucha, convertida en combatir los síntomas y no las causas de la enfermedad.

La izquierda italiana sigue afincada en el obsoleto debate entre lo añejo y lo moderno, que parece el mal de la izquierda europea. Antes de morir el 2 de julio de 2016, Michel Rocard, socialista y adversario de Francois Mitterrand, publicó su testamento político, que iniciaba así: “La izquierda francesa es la más retrógrada de Europa”. Rocard hacia 1988 se autoproclamaba la encarnación de la “segunda izquierda”, percibida como más abierta y moderna que la expresada por Mitterrand. El debate ha sido continuo por identificar cuál es la verdadera izquierda. Esto se da en España, Alemania, Italia. Todas herederas de Marx y Engels. Nombres que para la derecha son prohibidos, anatemas. Y a Marx lo engendró el liberalismo manchesteriano. Del marxismo sale la reacción para buscar su antídoto y se crea la Doctrina Social de la Iglesia Católica, que va a ser la guía de la democracia-cristiana italiana.

Hoy en el Pd italiano hay una verdadera guerra civil. Zingaretti, Calenda, Franceschini, Matteo Renzi que ya fue primer ministro y por tanto siente que tiene la carta ganadora de la partida, libran su batalla. Como dije, M5E de Luigi Di Maio, antisistema convertido proUE, inició gobierno con Pd, que les da mayoría suficiente en el parlamento y les permite sacar adelante sus iniciativas. Pero Renzi entró en conflicto con Zingaretti, se fue del Pd y ya formó su propio partido. Esta maniobra pone en peligro la mayoría alcanzada; pero Renzi recupera poder: quiere puestos y ministerios, y aún dice que da su apoyo al premier Giuseppe Conde.

El joven florentino, 44 años, ha decidido “construir una casa nueva” para “hacer política de un modo diferente”. Renzi ve fantasmas por todas partes. “Me ven como un intruso”. Junto con otros compañeros de escaño, quiere “hacer política de un modo distinto”. Se siente víctima del “fuego amigo” y dice muy confiado y seguro que “nuestros valores, ideas y sueños” no pueden ser todos los días objeto de “litigios internos”. El toscano Renzi —como si se tratara de un cuadro del divino Rafael— viene a decir yo soy el auténtico, los demás son copias de dudosa procedencia. Lo acompañan 30 diputados, y tiene dos ministros en el nuevo gabinete.

En la metáfora italiana el ciudadano no entra en el juego. El partido político como vocero del ciudadano ha olvidado esta función esencial, y dispara la crisis de representación política. Ese partido, además, se aleja de un concepto básico, la solidaridad que llevó a Jean Monnet, Gasperi, Schuman, sobre las cenizas de 1945, a inventarse alguna manera de rectificar los errores de una generación sumida en la estupidez y en la soberbia de sentirse dueños del mundo, creando la actual UE, como organismo integrador. Hoy se avanza en la dirección opuesta. Donde la “casa renziana” que cada político quiere construirse es la suya. No la común, que exigen los estatutos del Tratado de Lisboa. Esto despierta en la ciudadanía lo antieuropeo —la tercera palabra del juez británico Sumption—, sentimiento feroz, al que ha sido llevada, por la antipatía de los políticos, dedicados a lo suyo, a sus asuntos personales, que con sus conductas han introducido el desorden, la desconfianza. Han abierto las puertas a divisiones y a que muy pocos se reconozcan en los partidos políticos. Se ha producido una descompensación en el equilibrio ideológico entre derecha e izquierda. Creo que los electores descreen de ambas denominaciones. El Partido Conservador británico es irreconocible, de su antigua prestancia ya no queda nada. Nigel Farage, acre enemigo de la zona común, más a la derecha del thatcherismo, creó el Partido Brexit en abril de 2019, y en las elecciones del mes siguiente al Parlamento Europeo, borró del mapa a la gloriosa ‘secta’ de Churchill y Thatcher, hoy en manos de un incompetente como Boris Johnson que de “educado e inteligente se ha convertido en un tarugo populista”, dice el escritor británico Ian McEwan, El País, 12 de septiembre.

Si en la derecha llueve, en la izquierda truena. Europa se estanca, la democracia se desdibuja, el proyecto común se agrieta y el ciudadano de a pie, queda en manos de la dictadura del capital financiero, de Jamie Dimon, Jens Weidmann, Christine Lagarde, el Banco Mundial, y los halcones de la CDU alemana, encantados de establecer unas leyes draconianas en nombre del darwinismo.

Los partidos socialdemócratas de la eurozona están en trance de desaparecer. Hace unos 10 años el intelectual francés Bernard-Henri Lévy en un artículo para Le Temps, hablaba de que el “partido Socialista francés estaba muerto”. Macron se encargó de darle cristiana sepultura. La izquierda europea vive un largo descenso a los infiernos. Provocado por errores de cálculo. Buscando la modernización renunciaron a sus orígenes. Los orígenes no son malos, son fuente de vida. Ahí es donde se debe nutrir lo auténtico.

Blair cuando se convirtió en líder de la socialdemocracia británica se propuso “modernizar” el partido vistiéndolo con el traje del capitalismo y aislándolo de su ideología de izquierda. Cuando fue primer ministro se dijo que su plan de gobierno era thatcherista sin Thatcher. Él —o sus asesores— se inventaron el término “Tercera Vía”, que alentó a muchos a imitarlo, querían repetir lo de Twiggy, pero en la política. Sin embargo, la Tercera Vía era un invento con gotas de arsénico. Jeremy Corbyn, actual líder laborista británico, está a punto de autoinmolarse y el partido anda moribundo, como la profecía de Lévy.

Schröder creó en el año 2000 la “Agenda 2010”, un programa neoliberal adaptado a la socialdemocracia alemana, con recortes sociales, cuando lo suyo era promover garantías sociales. Le costó perder el gobierno de Renania en 2005, donde el SPD llevaba gobernando desde hacía 40 años. Convocó elecciones generales ante la derrota. Hacerlo en ese momento era suicidarse por temor a la muerte. Perdió la cancillería con Angela Merkel. Y lo más irónico y hasta chusco es que Merkel, en estos 14 años de reinado, ha gobernado implementando la Agenda 2010 de Schröder. Hoy el SPD está caído, y con la renuncia de Andrea Nahles, su jefa, perdió la brújula y carece de un líder creíble.

Ser de izquierda —decía Martin Schulz, SPD, en 2005— “es ser reformador y progresista, es aceptar la realidad del siglo XXI”. Le pregunto a Schulz, ¿debe entonces la izquierda dedicarse a las políticas verdes —hoy si no se habla de cambio climático, de ecología, de sostenibilidad ambiental, es ser anticuado— y olvidarse de los trabajadores, de sus pensiones, de salarios dignos y dejar todo en manos de los mercados financieros? Cuando Bernie Sanders dice que los negocios de Wall Street viven de la avaricia, la arrogancia, el fraude y la deshonra, ¿esto es ser un socialista trasnochado?

De la izquierda y la derecha apenas van quedando sus esqueletos. Sus respectivos partidos están con niveles de azúcar altos, son hipocondríacos. La Unión Europea se estanca, el proyecto común queda a merced de sus enemigos. Se abre la puerta a que charlatanes peligrosos lleguen al poder. Es la hora de la responsabilidad. Austria, España, Bélgica, están sin gobierno por unos partidos agotados en sus proyectos programáticos. El Brexit es la gran oportunidad para replantear las políticas y corregir lo que no ha funcionado. El déficit de democracia —genuino mal— debe ser corregido cuanto antes. Cambiar es sinónimo de inteligencia. No se puede seguir jugando con el destino de 500 millones de europeos. Es ahora o nunca. Cambiar o desaparecer. No queda otro camino, europeos a las cosas, como decía Ortega y Gasset.

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