“Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé”, dice en el tango el poeta argentino Enrique Santos Discépolo por allá en los años 30.
La cosa está convulsionada en todas partes y nosotros en este pequeño país del submundo latinoamericano estamos perfectamente sintonizados con el desastre global de la política girando toda a la derecha, y por supuesto, con la gran bandera de la corrupción bien en alto. Por qué tendría que ser diferente si Donald Trump no tiene empacho para reconocer que, si bien el crimen del periodista árabe Jamal Khashoggi, desmembrado y cocinado en ácido en el consulado saudita de Estambul, es algo verdaderamente horroroso, los Estados Unidos de América no pueden romper relaciones con los árabes porque existen unas relaciones definitivas y estratégicas, en lo político y en lo económico, para los intereses de ese país, y porque esas relaciones son consideradas capitales para la seguridad nacional.
Es decir, déjense de pendejadas que nosotros en este caso no podemos pasar de una simple condena retórica de ese crimen pero no levantaremos un dedo contra los árabes. Que para jugar al comisario del mundo tenemos a cualquiera de los paisitos de mierda del tercer o cuarto mundo. Y no duden que el nuestro está incluido.
Brasil - quién lo diría - acaba de entrar a lo que creemos será la experiencia más macabra de su vida política reciente. Y si la cosa pasa del discurso desopilante de Bolsonaro a los hechos, estén seguros que millones de brasileros saldrán despedidos de su tierra a derramar su miedo y su miseria por suelo suramericano, sumándose a la trágica diáspora de los venezolanos que viajan por las calles y caminos de nuestros países buscando un sitio donde sentar el pie. Y eso sería de consecuencias inimaginables. Esperemos que a ese otro fanático se le aquiete la lengua ahora que se posesione y que la mafia de los pastores evangélicos de Silas Malafaia, Edir Macedo, y los demás, no azucen el odio político en un pueblo tan sensible a la religión.
Y si todo ese movimiento de gente que quiere buscar la vida donde no los maten de hambre, de enfermedades y de violencia política, se junta al desplazamiento de los cientos de miles de nicaragüenses, salvadoreños, hondureños y guatemaltecos, que quieren ir a amargarle la vida a Trump, por pura necesidad (aunque sospecho que en esas grandes marchas hay mucho de manipulación política), tendríamos entonces en Latinoamérica un panorama de fronteras a punto de arder de manera inextinguible, como esos incendios mitológicos de ahora que duran ardiendo semanas más allá de toda tecnología como si fueran una producción de Hollywood.
Quieran los antiguos dioses aztecas que con la llegada de López Obrador a la presidencia de México no se genere también una coyuntura crítica que junte por conveniencia a los grandes carteles políticos derrotados en las pasadas elecciones con los grandes carteles del narcotráfico mexicano, que sabemos son mortíferos y sangrientos, para echar a la fuerza o matar al nuevo presidente. ¿Quién podría decir que no después de lo que ya se ha visto?
Lo cierto es que el presidente está metido hasta el tuétano
en el proyecto oscuro de hundir a la JEP
y apuesta a la fija por el fracaso absoluto de la paz
El presidente sale a una visita por el mundo y habla descaradamente de la paz y del proceso como si fuera un logro de sus primeros 100 días de gobierno. Y con eso queda como un estadista que recoge las banderas de la paz para sacar el país adelante, cuando lo cierto es que está metido hasta el tuétano en el proyecto oscuro de hundir a la JEP y apuesta a la fija por el fracaso absoluto de la paz. Porque esa es sencillamente una orden a cumplir impartida por el medio país que él representa y que no quiere la paz, convencido como está que es a las malas como las cosas funcionan.
Por si fuera poco, el país entero y el mundo todo están frente a la develación de actos de corrupción que no nos toman por sorpresa, luego de lo que ha sucedido por décadas en la política colombiana después de los primeros “dineros calientes” con que la mafia del narcotráfico le calentó el culo a las curules; o luego de las montañas de dinero del proceso 8.000 que quemaron las espaldas de Samper; o después de los auxilios de Agro Ingreso Seguro con que Uribe socorrió a los “muertos de hambre” dueños de grandes haciendas por todo el país para pagar favores políticos.
Pues ahora, una gran figura empresarial de este país, dueño de bancos, gaseosas, pensiones, televisiones y emisoras, contratos, presidentes, fiscales y congresistas, aparece untado hasta los cuernos en un escándalo mayúsculo que arrastra muchísimos millones, muertes misteriosas que acusan a mucha gente que lo encubre, puentes que se caen sobre toda el agua que ha corrido, mientras queda sonando en la conciencia de toda la nación, la respuesta que ese flaco, aparentemente inofensivo, que es Marcelo Odebrecht, le da al juez que lo investiga: “Disculpe usted, yo no corrompí a nadie. Cuando yo llegué ya esos políticos estaban corrompidos”.
Publicada originalmente el 1 de diciembre 2018