Estamos justo a un mes del inicio del más importante evento que se haya realizado en Cali –y en Colombia, asegura el gobierno nacional– en absolutamente toda su historia. No hay mundial de nada –deportivo o de otra índole– que lo supere, en ningún aspecto.
No hay encuentro alguno más importante que se haya realizado en la comarca en la historia reciente o pasada. No hay evento que se le arrime a la realización de la COP16 en la Sucursal del cielo, apelativo que nace tras haber sido sede de los VI Juegos Panamericanos de 1971, último suceso que trasformó la ciudad en términos urbanísticos.
Muchas de las vías por la que hoy transita la caleñidad nacieron con estos juegos: la Calle 5ª, la Autopista Sur Oriental, las avenidas Pasoancho y Guadalupe, la Villa Panamericana –conocida hoy como las Canchas Panamericanas y cuyo nombre ha rendido homenaje a dos hombres, J.J. Clark y Jaime Aparicio.
El primero, el mexicano que nos otorgó la sede; y el segundo, el primer colombiano que ganó medallas de oro en atletismo en competencias internacionales. Se erigieron las Residencias Estudiantiles en Univalle, la Unidad Residencial Santiago de Cali, el Aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón y se creó Coldeportes. En suma, Colombia arropó a Cali con recursos y apoyo técnico.
Aunque no se reconozca y se mencione lo menos, esta COP16 10 estará en Cali porque el gobierno nacional así lo dispuso. Y concretamente: el presidente Gustavo Petro, que la eligió por encima de Bogotá. Por supuesto, hay razones.
De nuevo hay recursos de la nación y apoyo técnico para recibir a más de diez jefes de Estado, ministros, cancilleres y por lo menos 15.000 miembros de las 200 delegaciones presentes. Entonces la ciudad se está arreglando (maquillando sería un término más preciso).
Se están tapando huecos en las vías principales, se están pintando puentes y cubriendo con un gris pálido los grafitis, se incrementará el pie de fuerza policial, se está controlando el tráfico, se les están dictando clases de inglés básico a los taxistas, se ha convocado un amplio voluntariado universitario y se recogerán las basuras y las personas en situación de calle, entre otras tareas pendientes.
La casa se está arreglando porque hay visita. La pregunta es por qué no se arregla para sus habitantes y sin que hay visita, pero esa es una consulta aguafiestas. Cali es la capital de la región del Pacífico, que cuenta con más de 200 áreas protegidas, 11 Parques Nacionales Naturales que conforman 51.388 kilómetros cuadrados de biodiversidad y es el hábitat de 1.297 especies de fauna, así como de 14.000 especies de plantas. Por eso fuimos la sede y no Bogotá. Nos ufanamos de un clima envidiable por las montañas circundantes y de una ciudad bañada por siete ríos.
Y ahí comienzan –no los problemas, ni las mentiras, que los hay y las hay–, sino las tareas pendientes con la ciudad y su Medio Ambiente. De los Farallones de Cali no se han erradicado ni la minería ilegal, ni la inseguridad provocada por actores armados ilegales, ni los asentamientos que cada vez y con más frecuencia se legalizan.
Y no son ni de personas pobres ni ranchos miserables, no. Son fincas de recreo y parcelaciones, grandes condominios que necesitan agua y que impactan medioambientalmente las zonas con sus residuales. Proyectos urbanísticos de alto impacto que nadie entiende cómo adquieren autorizaciones, licencias, permisos y títulos de propiedad en medio de un Parque Nacional Natural. Ante la situación: silencio. Estamos de plácemes y la ropa sucia se lava en casa.
Se sacará pecho con proyectos de la alcaldía anterior que fueron criticados con saña y torpedeados con una especie de rencor social por parte de una clase dominante que pareciera no soportar que la ciudad es de todos y para todos.
El Parque Integral Cristo Rey, una apuesta por un turismo internacional, ecológico y sostenible; el Parque Ambiental Corazón de Pance, que detiene la desbordada expansión urbanística de la zona que está ahogando el río Pance; el Parque Pacífico que exalta los aportes afro en la ciudad y que está en veremos; el Parque Boulevard de Oriente, que reconoce la importancia sociocultural, económica y ambiental del Distrito de Aguablanca; y el Parque Tecnológico San Fernando, que se suma a otro fracaso por no saber qué hacer con el espacio donde quedara el Club San Fernando. Otro que, como el Tequendama o el Campestre, se levantó sobre terrenos que son propiedad de la ciudad, es decir, de todos.
Y se harán recorridos para las delegaciones, no por lo que queda de los ríos sino en sus cuencas altas donde aún no los hemos depredado, a pesar de la inconciencia ciudadana y las desidias administrativas. Porque el Meléndez muere en La Playita y el Cañaveralejo en la Plaza de Toros.
En esos lugares se entamboran y desaparecen, pasan al mundo de las alcantarillas. El Cali fallece en La Ermita y el Lili en Bochalema, porque en adelante son cloacas sin oxígeno y sin vida. El Aguacatal en Montebello, producto de las canteras y las carteras de los dueños de la explotación y el Cauca justo cuando toca a Cali. Se ha asfaltado parte de la vía Cristo Rey Pichindé y mejorado la vía destapada que lleva a Pueblo Pance.
Son dos de los escenarios para mostrar y a los que recurren miles de caleños por cercanía y escasez de recursos. Que a uno no le alcance lo que se gana sino para ir al río, aun muriéndose de ganas de ir al mar, no es conformismo, es realidad. Y que vaya al río aun teniendo con qué ir al mar, es un acto de fe y compromiso con el terruño y sus manantiales.
Dotados por la naturaleza de condiciones excepcionales que los convierten primero en paraísos y cada fin de semana, en hormigueros humanos. En Cali hay varios, pero Pance y Pichindé son casos aparte. Los dos bajan de Los Farallones y sus caseríos se desparraman por el cañón y llegaron a estar literalmente encañonados, por las montañas y por la guerrilla, que inundó sus goteras.
Hubo inseguridad y hostigamientos que, sumados a avalanchas y desbordamientos, sumieron los sectores en el abandono, primero del Estado y luego de los visitantes. El temor los alejó y sus incipientes economías se fueron a pique.
Pero la seguridad volvió y con ella los visitantes. Un día de ruta segura pueden subir 2.000 ciclistas a Pance y por lo menos 500 a Pichindé. La tradición y el regocijo. El sol y la rumba. La chicha de maíz y la marihuana. Sábados, domingos y lunes, así no sea festivo, estos corregimientos de Cali entran en ebullición y su economía se incrementa tanto como la contaminación de los ríos o las posibilidades de sus habitantes.
Entre semana la vida chorrea como un afluente, diáfana y tranquila. No hay alboroto y el campesino es campesino, no comerciante que atiende turistas o negociante que vende servicios. Algunos trabajan en Cali y desempeñan oficios variados. Oficios, porque los profesionales habitan casas fincas o en condominios campestres que llegaron a exigir silencio y tranquilidad en un espacio al que llegaron de últimos y con chorros de plata.
Controles al ruido, al gentío, al tránsito y la movilidad. La vía a Pance es estrecha y sinuosa, angosta y peligrosa, mucho más si el conductor ha ido al río con la idea del desenguayabe y la certeza de que en esas condiciones, el trago no lo coge, menos si el hígado ha sido bañado con litros de grasa derretida a la que los colombianos llamamos sustancia.
Esa economía del fin de semana convertida en avalancha, es la oportunidad de ingresos. Fritangas y licor en exceso. Vitrinas atestadas para sobrevivir en la semana. Empleos y negocios informales. Todos venden algo y la vivienda se convierte en negocio y los negocios en centros de recreación donde el caleño raizal y el visitante contagiado, se entregan al deleite y la exposición.
A la vera del río y del camino, en el casco urbano, necesidades insatisfechas y mucho por hacer en procura de mejorar las condiciones de quienes son tan caleños como el río. Ojalá mucho de esto se lo digan o se lo dejen ver a las delegaciones de la COP16.