Cali, distrito especial, se encuentra hoy en día en una encrucijada sin precedentes. Después de catorce días del paro nacional convocado por las centrales obreras, la Sultana del Valle se encuentra semiparalizada y sitiada, con problemas de movilidad, abastecimiento y manifestaciones de violencia; documentados a través de imágenes y videos, cuyo contenido ha despertado diversas reacciones de asombro, rechazo e indignación, a nivel nacional e internacional.
En efecto, desde el miércoles 28 de marzo, Santiago de Cali ha sido el escenario de un estallido social sin precedentes en la historia de la urbe. Lo que al principio fue un rotundo rechazo al proyecto de reforma tributaria, se convirtió en un pretexto para protestar contra el mal gobierno y la falta de oportunidades; principalmente entre los jóvenes de los sectores populares, que han decidido aprovechar esta coyuntura para reivindicar sus derechos y expresar su inconformidad en zonas que se han convertido en espacios “sociópetos”, como llama Edward Hall, a todos aquellos lugares que la comunidad hace suyos para interactuar en sociedad.
Como resultado, se ha transformado la toponimia de sitios como Puerto Rellena y la Loma de la Cruz, que han pasado a llamarse Puerto Resistencia y Loma de la Dignidad por parte de los manifestantes. Esta semiótica urbana no solo se ha revelado a través de nombres resignificados, sino, además, en forma de bailes, arengas, canticos, velatones, asambleas deliberativas y ollas comunitarias, cuyo propósito principal ha sido levantar la voz, frente al vacío del poder actual evidenciado en una crisis de gubernamentalidad, cuyo resultado ha sido la perdida de credibilidad y legitimidad de las autoridades locales y nacionales ante la mayoría de la población vallecaucana.
Al rechazo de la institucionalidad y la representación política, se suma el hecho de que la pandemia por el coronavirus, ha lesionado seriamente la economía de la región, afectando seriamente a todos los sectores, principalmente a la clase media y a los estratos sociales más vulnerables donde abunda la informalidad y el desempleo.
Ahora bien, las marchas y protestas sociales, en su mayoría pacíficas, se vieron inicialmente afectadas por hechos vandálicos en contra de bancos, cajeros, almacenes, supermercados, fotomultas y el sistema de transporte Mio. Al pillaje y el saqueo se sumaron progresivamente otro tipo de situaciones como el cobro ilegal de peajes por parte de la delincuencia que aprovechó la situación para sacar sus propios réditos.
Mientras la fuerza pública, por orden presidencial, reprimía violentamente a los manifestantes, la situación de la ciudad fue tornándose cada vez más caótica. El miedo y la incertidumbre se apoderó de los ciudadanos, que impávidos contemplaban a través de las redes sociales, tiroteos, asesinatos y persecuciones nocturnas, en una especie de película de horror.
Como si fuera poco todo esto, los caleños fuimos testigos, después de varias noches en vela, de ataques sicariales selectivos en sectores como La Luna, Siloé, Meléndez, entre otros, que desencadenaron el caos y agravaron aún más los problemas de orden público. Dentro de este marco ha de considerarse una especie de resurgimiento del paramilitarismo que, además, se reveló a través de ciudadanos inconformes con el paro que intimidaron a los protestantes en el sur de la ciudad y se enfrentaron con armas a la minga indígena el pasado domingo 9 de mayo
Ante la inminencia de un acuerdo entre las bases, los organizadores del paro y los representantes del gobierno, no queda más remedio que apostar por la reconciliación y la conquista social. Cali no puede volver al tiempo en que reinaba la cultura traqueta, racista y clasista. También es preciso rehacer el tejido social y restituir la confianza en las autoridades a través de una lucha decidida en contra de la corrupción y la falta de gobernanza. Es a través del amor, la empatía y la solidaridad que será posible fomentar la unidad y la virtud cívica en procura de un mejor horizonte para la “sucursal del cielo”.