Caminando a finales de diciembre por la avenida del Poblado, en Medellín, una fachada que trataba de ocultarse tras otras edificaciones llamó mi atención. Desde el otro lado de la vía lograban verse fragmentos de los mensajes que pendían de ella. Recordé que días atrás había sido noticia en la prensa local la nueva campaña publicitaria con la cual la alcaldía buscaba hacer frente a los narcotours que promocionan la vida de Pablo Escobar y pretenden inmortalizarlo visitando los sitios que habitó, entre ellos su residencia, el edificio Mónaco.
Suponía, en medio de mi ignorancia, que este se encontraba construido en alguna de las empinadas lomas del sur de la ciudad, lejos de los trancones y los peatones. Al verlo tan cerca decidí cruzar la calle y echarle un vistazo movido por la curiosidad. Lo que me llamó la atención en primera instancia fueron los mensajes escritos en las piezas publicitarias, en su mayoría frases y cifras que cuantificaban el número de víctimas que dejó a su paso el jefe del cartel de Medellín. Por lo demás, se observaba el esqueleto de una estructura abandonada que cargaba en sí los signos del paso del tiempo y el abandono.
Inmediatamente después sucedió algo que me dejó cierto sinsabor: vi como una buseta descargaba en el lugar un grupo de turistas, inquietos y festivos. Pareciese que acabasen de desembarcar en un parque de diversiones. El guía trataba de congregarlos en la portería mientras les iba presentando la historia de Escobar como si fuese la figura más ilustre que ha parido esta tierra, una especie de Robín Hood paisa.
Creo que a ninguno de estos extranjeros se les habló acerca de Fernando González, el filósofo de Otraparte, o sobre Débora Arango, la pintora rebelde, cuyas respectivas casas museos quedan a menos de diez minutos del lugar. Es que legado de Pablo Escobar significó la reconfiguración de la sociedad colombiana y de sus los valores morales. Aquí se engendró la mal llamada “narcocultura”, que no es más que la exaltación de la ilegalidad, en la cual se fueron diluyendo los límites éticos, los valores civiles, el deber ser, mientras que progresivamente se posicionaba la idea del “todo vale”. El capo se convirtió esa figura que todos deseaban encarnar, un hombre de procedencia humilde que logró enriquecerse de forma rápida, cientos de propiedades, un zoológico privado viajes al extranjero, una curul en el Congreso de la República. Parecía que tenía el mundo a sus pies.
Cientos de miles de jóvenes se dejaron seducir por este estilo de vida, en la cual no importaban los medios, ya fuese traficar drogas, secuestrar personalidades, asesinar periodistas, prostituir niñas... muchos destruían vidas con él, persiguiendo afanosamente el tener y el parecer, muchos de ellos encontraron primero la muerte. Aún hoy contemplamos cómo este ideario continúa enraizado en nuestra sociedad, son fruto de él frases como: “el vivo vive del bobo” (justificación para la corrupción sin escrúpulos y galopante) y “el que peca y reza empata” (no importa el asesinato, si antes se le rezó a la Virgen María Auxiliadora y se sumergieron las balas en agua bendita, no importan los atentados con carros bombas, si al día siguiente se regalan unas cuantas casas y una cancha de fútbol, no importa que medio país esté incendiado si las personas más cercanas se encuentran a salvo).
Resulta esperanzador que hoy, dos meses después de aquella tarde decembrina, asistamos a la implosión del edificio Mónaco, signo del poder siniestro del narcotráfico que permeó todas las esferas sociales y políticas de nuestro país. En menos de tres segundos se vino al suelo un legado de opulencia y crimen que por años se trató de mantener en pie. Evidentemente este no es el fin la historia, ni con esto se pretende ocultarla, por el contrario este acontecimiento se convierte en una oportunidad de oro para desarrollar una nueva narrativa social y cultural en la cual se centre la atención en las verdaderas protagonistas: las víctimas, esas que tantas veces han sido olvidadas y marginadas por el morbo colectivo que se reproduce en las series televisivas, visitas guiadas y hasta “souvenirs” estampados en pocillos y camisetas que pretenden construir un mito de la vida de un criminal.
Que caiga el Mónaco y con él la época sombría de la que fue testigo y que con él caiga de una vez y para siempre esa apología funesta al narcotráfico, comprendiendo que es una historia que no nos podemos dar el lujo de repetir.