Un anciano cafetero muestra, sentado en una mesita de la Taberna del Rincón, el recibo de su cuenta. La Federación Nacional de Cafeteros le ha consignado 4.204 pesos correspondientes al PIC, el instrumento para la Protección del Ingreso Cafetero. El anciano, sacudiendo la cabeza, afirma que lo que esperaba recibir eran cinco millones. “Es un descaro”, dice. A otro, que debería haber recibido un millón y medio, han realizado una consignación de 3.600 pesos; seguido de un mensaje al celular: “Amigo caficultor, se le ha consignado a su cuenta cafetera el apoyo PIC”, me lee John Arnulfo. “En el pueblo hay solo un cajero de Davivienda. Cada retiro cuesta a un caficultor más de cuatro mil pesos”, me aclara para subrayar la ironía de aquellos pagos.
El sábado, en Betulia, municipio del sur-occidente de Antioquia, los cafeteros no hacían sino hablar y reír del pago del PIC prometido por el gobierno nacional. Había un constante vaivén con la cédula cafetera para verificar si, como lo anunciaban los mensajes que llegaban a sus celulares, el gobierno les había cumplido.
Los promotores del paro estiman que la Federación ha pagado a última hora alrededor del 50% del valor al cual se había comprometido. Pero hay variaciones significativas. Cesar Vargas, uno de los más importantes caficultores del municipio, ha recibido el 10% de una suma que supera los doscientos millones.
Existen también experiencias opuestas, personas a quienes la Federación ha consignado más de lo que hubieran tenido que recibir. Los caficultores aceptan que ha habido casos de fraude y de doble facturación. Los mismos se quejan del monopolio de la Federación y consideran que se necesita reformarla pues se ha vuelto un ente burocrático que no defiende los intereses del gremio.
La gran mayoría de los cafeteros del suroccidente de Antioquia han sido victimas del conflicto armado, han sido desplazados, han perdido amigos y familiares o han sido secuestrados.
Didier, un caficultor de Salgar, cuenta que se salvó por milagro de los paramilitares. Al poco tiempo fue obligado a abandonar su vereda pues la guerrilla le robó todo el ganado. Ricardo Aldemar fue secuestrado con su hijo por la FARC en 2003. Su familia tuvo que pagar un rescate de 60 millones de pesos. “Hemos trabajado duro y nos hemos demorado cinco años en pagar la deuda del secuestro”.
Antes era el conflicto el que les hacía la vida difícil; durante los últimos seis años, el empobrecimiento de la región se debe a la crisis del sector cafetero y a la falta de un mecanismo de estabilización del precio.
Para amortiguar el impacto de las fluctuaciones del precio del café, el gobierno, como resultado del paro agrario del año pasado, ha firmado con los cafeteros un acuerdo de seis puntos. Entre ellos hay tres que, en las palabras de Gabriel Vásquez, propietario de una agencia de compras café, resumen las razones del paro: “El 70% entra en paro por el pago del PIC, el 20% por el precio de los insumos agrícolas y un 10% por la renegociación de las deudas con los bancos”.
El domingo, a las siete de la mañana, los cafeteros de Betulia se dan cita frente a la iglesia del pueblo. Vienen de las veredas de San Antonio, Cuchuco, Las Vargas, La Quiebra, Piñonal y El Turro. Bromean, charlan, se invitan a tomar tinto en las cafeterías del parque mientras esperan la llegada de una chiva que aquí la gente llama “escalera”. Algunos de ellos son propietarios de fincas cafeteras, otros son jornaleros que para participar en el paro tienen el apoyo de sus empleadores, quienes le garantizan el pago de la jornada. Van al paro sin pancartas, armados solo de dos banderas de Colombia. Pocos llevan pequeños morrales, solo uno tiene en una bolsa negra una colchoneta para pasar la noche.
Durante el fin de semana, estuve observando la organización del paro en Betulia. Hay muchas especulaciones sobre la forma en que se financia. Mi investigación me lleva a afirmar que el paro cafetero es un paro gremial, y no partidista. Exige el cumplimiento de los acuerdos que el gremio ha pactado con el gobierno en Pereira el año pasado.
El grupo de Betulia se ha financiado a través de aportes voluntarios. He sido testigo de la forma en la que el tesorero de Dignidad Cafetera ha recogido los aportes, la mayoría proveniente de “los blancos del pueblo”. Así les llaman a los cafeteros que tienen fincas de mayores extensiones y a los propietarios de agencias de compra de café.
Los cafeteros no son pobres campesinos, sino la clase media y emprendedora de estas montañas. Su flujo de caja es alto. Generan empleos. Muchos de ellos pagan hasta treinta o cuarenta jornaleros en época de cosecha.
De Betulia salen dos “escaleras” con unas noventa personas. Bajamos a través de montañas cubiertas de cafetales y de bosques nativos. En el valle flota la neblina. En Concordia nos varamos. La persona que se sienta a mi lado ironiza: “Porque un paseo sin varada no es paseo”.
En la Pintada, el grupo de Betulia se une a los que provienen de Salgar, Concordia, Santa Bárbara, Fredonia y Andes. Hay también una pequeña delegación de la comunidad indígena de Cristianía Emberá-Chamí. La movilización reúne unas quinientas personas.
El gobierno ha logrado, con el pago parcial del PIC, desactivar la participación masiva. Además, en estos días, muchos campesinos están trabajando en la recolección de la cosecha traviesa, una cosecha intermedia que se produce entre marzo y abril. Esperan, ahora que el precio es alto, poder recuperar parte de lo perdido en 2013 y pagar las deudas que tienen con los bancos.
La marcha del paro cafetero se realiza en las primeras horas de la tarde bajo un sol inclemente para estos campesinos de tierra fría. La marcha recorre la carretera, desde la frontera del Departamento de Antioquia con el de Caldas, cruzando el centro del municipio de La Pintada, hasta el puente sobre el rio Cauca al otro lado del casco urbano.
Los cafeteros caminan con serenidad, en tres filas.
“Por la restructuración de la Federación”, revindica una pancarta. “Por el alivio de la deuda cafetera. Por la defensa y la dignidad cafetera,” dice otra.
Quien sostiene el micrófono grita: “¡Qué vivan los cafeteros del sur-occidente!”
Y la multitud le hace eco.
“¡Qué viva el paro nacional agrario!”
“¡Qué viva!”
Luego vienen los “abajo”. Y entre ellos están las políticas del gobierno para las zonas rurales, los tratados de libre comercio, el costo de los insumos agrícolas.
“¡Abajo la importación de productos agrícolas!”
“¡Abajo!”
“¡Abajo la mega-minería!”
“¡Abajo!”
“¿Como se sentiría usted si su salario variara hasta en un 60% de un año para otro?” dice un caficultor que participa en el paro. “Yo le digo que uno no duerme tranquilo”.
Según datos de la Federación, son 563 mil las familias cafeteras que se encuentran en esta situación. En el 2010, la carga de café de 125 kilos valía un millón de pesos. En el 2013, su precio había bajado a 400 mil, reduciendo en un 60% los ingresos de los caficultores. Según la opinión de los cafeteros, un precio que remunere dignamente su trabajo se sitúa entre 700 y 800 mil pesos por carga.
Nos encontramos bajo la sombra de una hilera de piñones de oreja. El sol de la tarde filtra entre las ramas. El verde se hace más vivido a esa hora. Al otro lado de la carretera, hierven tres ollas de sancocho sobre fogones de ladrillo.
Los manifestantes comen y bromean. Pregunto a José Gabriel, un anciano a quien sus amigos llaman amistosamente Carranchel, dónde se encuentra su finca y cuánta tierra posee. Sonríe con los ojos cuando responde: “La tierrita la que tengo en el ombligo, tengo”. Casi enseguida, mientras sus amigos le piden de no mamar gallo al extranjero, dice: “Ahora no tengo sino años”.
John Jairo es hijo y nieto de caficultores. Para responder a mis preguntas, escoge con precisión sus palabras: “Mi abuelo murió con el machete en la mano, de un ataque de corazón”, dice y me muestra la posición en la cual lo encontraron, en su cafetal—como si hubiese caído hacia adelante con el mango apretado contra el pecho. “Mi padre ha cultivado toda su vida. Yo soy la tercera generación.” El temor de John Jairo es que con él se termine la tradición cafetera de su familia. Dice: “Yo no me siento de hacerle este mal a uno de mis hijos”.
Su opinión es que no habrá remplazo generacional. Hablando de sus hijas cuenta: “La producción de café no es viable para ellas, ni para los jóvenes de hoy en día”. Él mismo afirma estar cansado y decepcionado. Desde cuando el conflicto armado le ha hecho abandonar la vereda y comprar una casa en el pueblo, se siente desarraigado. “Ya no somos nada, ni campesinos ni nada”.
Al final de la tarde, se realiza una segunda marcha serena y ordenada. Los manifestantes dejan que el tráfico siga fluyendo en sentido alterno. La policía escolta la marcha, la guardia indígena la precede.
Es de noche cuando los manifestantes regresan al campamento. Se sientan alrededor de los fogones. Algunos pasan por debajo de un alambrado y se recuestan sobre el pasto de una casa finca. La mayoría aborda las “escaleras” y apoya la cabeza en el hombro de su vecino o sobre la astilla que separa las bancas de la chiva. Están cansados. Para regresar al pueblo tienen tres horas de trayecto, más lo que se necesite para llegar de allí a sus veredas. Los dirigentes anuncian que el paro permanecerá en La Pintada hasta cuando la delegación negociadora, en Bogotá, no haya logrado que el gobierno garantice el cumplimiento de sus compromisos. Esto no sucede, el viernes los últimos campesinos regresan a sus veredas.
Pienso que es un pueblo sin jóvenes. Como me ha dicho John Jairo: “Betulia es un pueblo de migrantes”. Después del bachillerato, la gran mayoría de los jóvenes sale, va a buscar un futuro más prometedor en la ciudad. Esto pasa en todas las familias que pueden financiar los estudios de sus hijos. Quien se queda a trabajar la tierra lo hace en defecto de otras opciones, y solo raramente por vocación. En ausencia de un futuro predecible y digno, el campo se vacía de sus pobladores, y con ellos se diluye en la ciudad la cultura cafetera y la herencia de sus padres.