En el cuarto que fue mi hogar durante muchos años, en la casa de mi mamá, aún están pegadas en el techo unas estrellitas que brillan en la oscuridad. Viví mi niñez y adolescencia temprana sin internet, ni celular, ni redes sociales. Mi papá, sin sermones ni discursos, pero con su ejemplo y algunas frases sueltas en momentos determinantes me enseñó a cultivar mi mundo interior, y así, yo me dedicaba, por mi propia cuenta, a cuidar un jardín de sensibilidad musical, de preguntas espirituales, de hábitos de meditación, de asombro por la vida y el deseo de defenderla. Por las noches, me acostaba en mi cama y escuchaba música a un volumen casi imperceptible muy atenta a cada sonido y mirando las estrellitas del techo hasta que me quedaba dormida.
En esa época no había oscuridad en las noches. Como ahora, no se veían las estrellas de forma natural en Bogotá. Pero había algo de silencio en las tardes libres. Y una característica, hoy casi inimaginable, era que ese silencio era casi ininterrumpido. Por supuesto, me llamaban por teléfono mis amigas o mi hermano me buscaba para jugar o para hablar y jugar. Pero yo no tenía, en ese momento, una compulsión permanente por romper ese silencio. Era, por decirlo, mi amigo. Recuerdo que era lindo, había espacio para aventuras de mi sensibilidad joven para hacerse preguntas existenciales y sorprenderse por pequeños hallazgos, para buscar las texturas y las dinámicas más expresivas de una pieza musical, para inventar historias con mis muñecas o para comparar y clasificar hojas de los árboles u objetos de la casa.
Luego llegaron muchas cosas al tiempo. El internet, las fiestas, la carrera universitaria y comenzó otra época, llena de emociones muy ricas. Pero mi amigo, al silencio, se fue yendo hasta que se volvieron muy esporádicos los segundos desnudos y expectantes. En mi edad adulta, casi siempre hay acechando millones de mensajes, imágenes, símbolos, reacciones y noticias en una pantalla, esperando a cualquier pequeño instante libre y desprevenido para ocuparlo. El tiempo ya no está libre. Ni el mío, ni el de la mayoría de personas que conozco. Los ruidos en forma de notificaciones de múltiples aplicaciones, de mensajes de decenas de personas al día, de jornadas extenuantes y de previsiones detalladas para cuando salimos de la rutina, de los efectos de todos los estimulantes que ingerimos a diario, y de una carrera sin piedad por llenar múltiples check lists de todo lo que hay que hacer, viajar, comer, comprar y fotografiar para reportar por las redes virtuales antes de morir, esos y muchos otros ruidos simultáneos se convirtieron en el estado neutral de la cotidianidad.
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Nuestros minutos y nuestros segundos están amarrados, de antemano, por miles de cadenitas a diversas informaciones, planes y expectativas
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Somos la única especie que sobrevive entumecida a este estruendo que obliga a muchas otras a confinarse, agotarse y extinguirse. Vivimos agarrados al ruido como a nuestra tabla de salvación y no dejamos ni un instante a la deriva. Nuestros minutos y nuestros segundos están amarrados, de antemano, por miles de cadenitas a diversas informaciones, planes y expectativas. Aunque muchas son fútiles, atenderlas es una necesidad; como si ese entramado fuera un soporte, una red que no nos deja caer. Esa caída que tememos no es a un abismo mortal. Es solo al silencio. Nuestra era convirtió al silencio en un desconocido en el que desconfiamos. Nuestra capacidad de habitar con él se atrofió. Convertimos al silencio en un tabú, en un misterio, en la pantalla donde se proyectan los demonios, en el infierno donde se condenan las almas.
En este mes de cuarentena el silencio ha venido a visitarme. Algunos días no hay espacio para él; la agenda está llena de reuniones, citas y conferencias virtuales en donde se planean muchas actividades que nos darán por algún tiempo el ruido de cada día. Pero le he abierto un campito y nos hemos deleitado juntos sin salir de casa, muy austeros los dos y con un bajísimo consumo de energía y de recursos. Me ha recordado con paciencia que solo de la oscuridad brotan las estrellas para el disfrute de los humanos, y solo en el silencio se despierta la sensibilidad sutil, la única tierra fértil para el asombro, el cuidado de la vida y la creatividad. Deseo que en la temporada de cuarentena nos estimule a experimentar al silencio no como la antítesis de la vida, sino como un lienzo generoso en el que se puede jugar con infinitesimales matices, un pedazo de barro que se deja moldear y fundir, un lago en el que podemos nadar a la profundidad que queramos y el estado que nos permite disfrutar sin dañar los despliegues de todas las formas de vida. Tal vez así nos permitamos también la oscuridad y podamos ver, incluso desde la ciudad, las estrellas, las de verdad.