Si algo queda claro de los episodios que en materia de orden público sacuden al país, es que se equivocan de cabo a rabo quienes insisten en echar leña al fuego de la confrontación militar, los amigos de la guerra, así como se equivocan también los que se empeñan en reavivar una lucha armada que lo único que produce a diario son múltiples horrores. La verdad es que la única solución viable es la implementación integral de lo acordado en La Habana.
El Estado colombiano firmó un Acuerdo de Paz con la organización guerrillera más fuerte e influyente en la vida nacional, las Farc. Gracias a este se puso fin a un conflicto de más de medio siglo y el país sintió un profundo alivio. En extensas regiones se pudo por fin vivir en la normalidad, y se esperaron ansiosamente, de acuerdo con lo pactado, los planes de ayuda del Estado que erradicarían la pobreza y elevarían su nivel de vida.
La salida de las Farc, que ejercían poder y establecían un orden, no fue acompañada de la necesaria presencia estatal. Las clases dominantes parecieron satisfechas con la dejación de armas y el traslado de la antigua insurgencia a las zonas veredales de reincorporación, que luego cambiarían su nombre al de ETCR. La dilación al cumplimiento por parte del Estado comenzó a producir sus costos. Pronto aparecieron nuevos actores.
Las mafias de todo orden que antes debían sujetarse a la disciplina económica y social impuesta por la insurgencia fariana, se sintieron liberadas de cualquier presión. Podían imponer su ley sin mayores obstáculos. Narcotraficantes, mineros ilegales y demás expresiones ilícitas llegaron incluso a ofrecer altos salarios y prebendas a exguerrilleros y excomandantes que quisieran unirse a sus grupos. No dejaron de haber los desengañados con el proceso que se les unieran.
Por su lado fueron llegando a las áreas otras organizaciones guerrilleras que insistían en su lucha armada. Cada una con el propósito de hacer simpatizantes y apoyos, a la vez que imponer sus formas de organización a las comunidades. Si las Farc habían conseguido de estas que convinieran pactar unas normas de convivencia, las nuevas organizaciones aprovechaban la inconformidad de algunos con ellas para promover su desconocimiento.
Fue así como miles de hectáreas de selva, que antes eran intocables, empezaron a ser echadas abajo de manera escandalosa. Y como comenzaron a ser pobladas por colonos regiones que antes eran una frontera agrícola inexpugnable. Al festín se agregaron con toda su impaciencia los desertores del proceso de paz con las Farc, ansiosos de ganar simpatías, validando las mismas conductas e interesados en hacer finanzas de modo prioritario.
Todo lo cual terminó en enfrentamientos tanto con las demás agrupaciones y fuerzas interesadas en el control de las áreas, como con las comunidades que aspiraban a contar con un orden pacífico, en el que pudieran organizarse para defender sus intereses. Ahora se les decía que era prohibido sumarse a los planes de sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito pactados en los Acuerdos de La Habana. Y se les añadían más restricciones y exacciones.
Los desertores del proceso de paz ofrecieron dinero
a los exguerrilleros que quisieran sumarse a sus filas
También los desertores del proceso de paz ofrecieron dinero a los exguerrilleros que quisieran sumarse a sus filas. Sumas millonarias a quienes quisieran entrar a dictar cursos de especialidades como enfermería, explosivos o artillería. Antiguos mandos y guerrilleros, inconformes con su situación en los ETCR o con sus familias de origen, atenderían su llamado. Cualquier cargo de conciencia terminó superado con el discurso de Iván Márquez y su nueva locura.
Semejante coctel es el inmediato responsable de la violencia desatada en muchas regiones apartadas del país. Caen asesinados líderes sociales por oponerse a la voluntad perversa de los grupos armados, caen exguerrilleros envueltos en esa tragedia, que no simpatizan a las fuerzas militares o a los jefes de los nuevos poderes y guerrillas, caen dirigentes indígenas y de las comunidades negras que resisten las imposiciones de unos y otros.
Y caen también menores de edad, llevados a la confrontación por quienes invocan insurrecciones ilusas. Niños pobres, reclutados de hogares miserables, a los que el Estado no vacila en bombardear. No olvidamos que la niña hija de Simón Trinidad fue conquistada por un agente policial, para ingresar con un chip al campamento donde murieron bombardeados ella, su madre y casi una veintena de guerrilleros. Es táctica vieja, nada nuevo.
Siempre se regresa al mismo punto. Un Estado despreocupado por completo de la suerte de millones de sus habitantes. Dirigido por sectores que solo creen en la violencia como camino de solución a los problemas. Que privilegia sin disimulo a banqueros y terratenientes. Gobernado por partidos que odian la paz y la reconciliación, por gente que medra del caos reinante. Un Estado al que hay que obligar a implementar integralmente los Acuerdos de Paz.
Entre todas y todos, con firmeza.