La estatua de Cristóbal Colón, Almirante y Virrey, arrastrada por los suelos como responsable del genocidio de los indígenas americanos cinco siglos después, es quizás el evento que suscita los sentimientos más encontrados en medio de la santa ira de las minorías raciales despertada internacionalmente con la muerte de George Floyd en Minneapolis, el pasado 25 de mayo, a manos de un policía blanco. La gota que ha desbordado la copa de la amargura acumulada de siglos de colonialismo, de discriminación racial, de esclavitud.
Porque la destrucción de las estatuas de personajes que impulsaron o se lucraron directamente con la esclavitud, como los mercaderes que construyeron la prosperidad de Bristol en la Gran Bretaña, o de Leopoldo II en Bélgica, a quien le entregaron el Estado Libre del Congo como su propiedad privada lo cual le generó millones basados en trabajo esclavo, o las de los generales sureños de la Guerra de Secesión en Estados Unidos que produjeron 600.000 muertos para abolir la esclavitud, vaya y pase, aunque sea tardía, pero ¿Cristóbal Colón? Con ese rasero no va a quedar estatua con cabeza, porque la lista tendría que incluir a todos los gobernantes y dirigentes de las potencias coloniales, a quienes adelantaron las campañas de conquista colonial y a quienes se lucraron con el comercio y el trabajo esclavo, base de las economías occidentales antes de la revolución industrial.
Y tampoco va a quedar libro donde figuren esclavos que pueda ser leído, porque no denuncia con el vigor necesario las infamias de la esclavitud. Los dos libros más leídos en Estados Unidos, Biblia aparte, han sido La cabaña del Tío Tom de Harriet Beecher Stowe y Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell, ambos hoy en peligro de proscripción por su enfoque paternalista y sumiso de la esclavitud. Por años Tío Tom ha sido un apodo dado a los negros que quieren vivir en el mundo blanco sin mortificar, cumpliendo con bonhomía su función servil dada por Dios, como sucede también con los esclavos de la plantación de Scarlett O´hara.
Pero para no ir tan lejos, las dos obras más sobresalientes que describen la sociedad de las haciendas en el Valle del Cauca en los siglos XVIII y XIX, el Alférez Real de Eustaquio Palacios y María de Jorge Isaacs, reconstruyen ese mundo feliz y patriarcal de sumisión al amo, donde nunca pasaba nada, cuando los conflictos sociales merodeaban por doquier. Todos queriéndose y respetándose, pero cada quien en su lugar. ¿Habría que proscribirlos también?
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Los dos libros más leídos en Estados Unidos, ´La cabaña del Tío Tom´ y ´Lo que el viento se llevó´, ambos hoy en peligro de proscripción por su enfoque paternalista y sumiso de la esclavitud
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No hay documento más glorioso en la historia de la democracia, un sistema no tan antiguo, que la Declaración de Independencia de la Unión Americana promulgada en Filadelfia en 1787, tan iluminada que sus firmantes se han llamado la Asamblea de Semidioses. Y sin embargo al menos la mitad de los semidioses eran propietarios de esclavos y se requirió una guerra civil para su liberación en 1865, que no se produjo en realidad hasta la promulgación de la Ley de Derechos Civiles por Lyndon Johnson en 1964, y eso. ¿Tocará descabezar también a los Padres Fundadores de la nación americana?
Y que tal los nuestros. La famosa expedición de las Ciudades Confederadas sobre Popayán en 1811 que se considera un detonante de la Guerra de Independencia, fue dirigida por terratenientes criollos propietarios de grandes minas y haciendas y por consiguiente de esclavos, que eran quienes garantizaban su explotación rentable y no fueron liberados hasta 1851 por el General José Hilario López. ¿Habría que descabezar la estatua de don Joaquín de Cayzedo y Cuero, dueño de la hacienda Cañasgordas, que se eleva en la plaza principal de Cali? ¿O las de Simón Bolívar, cuyas haciendas del Valle de Aragua, que pagaron sus viajes a Europa, estaban basadas en trabajo esclavo?
O las Napoleón Bonaparte, el gran legislador de la Revolución Francesa y sus derechos de igualdad, que envió la más grande armada que hubiera habido nunca en el Caribe para sofocar la rebelión negra de Haití pues Francia no se podía permitir la liberación de los esclavos que producían el azúcar y el ron, y era la colonia más rica del Imperio. O la de Blas de Lezo campeón contra Inglaterra para garantizar el monopolio español de la trata de esclavos en sus dominios. O las de los reyes de Inglaterra, España y Portugal quienes enriquecieron el comercio de sus naciones con la venta y explotación de los 12 millones de negros transportados en horrenda travesía, descrita magistralmente por Manuel Zapata Olivella en su saga Changó, el Gran Putas, de África a América, infamia que hace ver a Leopoldo II como un filántropo.
Con ese recuento no quedarían en pie más que las de San Pedro Claver y el Padre de Las Casas. O ninguna, porque los héroes de unos son los villanos de otros. Sino que lo digan las estatuas que el pueblo belga levantó en honor de Leopoldo II por su espíritu reformador liberal y haber convertido a Bélgica en una potencia industrial, mientras en la que hoy es la República Democrática del Congo, que era de su propiedad personal, se cometían las mayores atrocidades. Las narra Mario Vargas Llosa en El sueño del celta, que reconstruye la historia de Roger Casement, el cónsul británico que denunció la infamia, fue fusilado por traidor y a quien nunca le levantaron una estatua. Mejor un mundo sin ellas para no tener que derribarlas tarde o temprano.