“Cada uno de estos perfiles o retratos (de Leila Guerriero) de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores, cantantes, es un objeto precioso”: Vargas Llosa

“Cada uno de estos perfiles o retratos (de Leila Guerriero) de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores, cantantes, es un objeto precioso”: Vargas Llosa

Segunda parte de la entrevista con Leila Guerriero, la argentina que escribe para revistas de la talla de Gato Pardo, Rolling Stone, SoHo, Paula, entre otras.

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febrero 08, 2014
“Cada uno de estos perfiles o retratos (de Leila Guerriero) de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores, cantantes, es un objeto precioso”: Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa publicó el 19 de mayo de 2013 en El País una columna en la que elogió el trabajo de Leila. Allí cuenta que siempre que regresa a su casa de España se encuentra con el espanto de pilas y pilas de libros que llegan durante su ausencia; cuenta que hubo un tiempo en que se sentaba y se la pasaba leyendo o revisando eso que le llegaba, hasta que un día, al darse cuenta de que no iba a tener tiempo para nada más en la vida, paró, y desde ese momento se dijo que solo se dedicaría a lo que le llamara la atención. Así fue como llegó a sus manos Plano americano, un libro de tapas azul celeste editado por la Universidad Diego Portales de Chile y en el que está la fotografía de Leila sentada cruzando las piernas, la mano derecha en la rodilla, los dedos cayendo largos y sin peso y entre ellos un anillo con una piedra oscura, la mano izquierda sosteniendo el mentón, la mirada serena, seria, la mirada de quien escucha atento. Vargas Llosa abrió el libro, miró el índice y vio allí el nombre de Pedro Henríquez Ureña —hombre que menciona en una línea de La Fiesta del Chivo—, entonces leyó y no paró.

Luego Vargas Llosa escribió y entre tantas cosas dijo: “Cada uno de estos perfiles o retratos de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores, cantantes, es un objeto precioso, armado y escrito con la persuasión, originalidad y elegancia de un cuento o un poema logrados. En nuestro mundo, el periodismo suele ser el reino de la espontaneidad y la imprecisión, pero el que practica Leila Guerriero es el de los mejores redactores de The New Yorker, para establecer un nivel de excelencia comparable: implica trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática”. Por esos días de la columna entrevisté a Leila, le pregunté que si la había afectado de alguna manera, que si la bloqueaba de algún modo tener ese remoquete encima. Dijo que evita los lugares comunes y que ese es el más común de los lugares.

Plano americano, una selección de perfiles de personas que han influido, de alguna manera, en la cultura en Iberoamérica —Idea Vilariño, Sara Facio, Homero Alsina, Juan José Millás, Ricardo Piglia—, todos ellos ya publicados, algunos de ellos aparecieron en Frutos extraños, solo uno inédito, el más largo, un libro completo: noventa páginas.

—¿Por qué Roberto Arlt?

—La idea de hacer la compilación fue de Matías Rivas, el editor de la UDP, yo le dije que sí, y cuando le dije que sí, le dije pongamos algo que no esté publicado ya. Como que ya había hecho un libro de recopilaciones que era Frutos Extraños y hacer otro libro de recopilaciones, aunque este ya tenía un recorte especial de personas que tuvieran que ver con la cultura, sí era bueno poner un texto inédito. Me gustó esa idea de hacer un inédito. Yo me siento muy estimulada trabajando con Matías, me parece que es un tipo que tiene muy buenas ideas, me conoce, lee, es un buen editor y te dice hacé esto aunque vos creás que no lo podés hacer, y salió el nombre de Arlt medio entre los dos, no sé quién lo dijo primero. Como Arlt tuvo un paso por Chile parecía que era pertinente, porque el estuvo trabajando un año allá y hablaba unas cosas horribles y aparte unas crónicas aburridíiiiisimas, parecía otra persona escribiendo, una cosa rarísima.

—¿En un caso como el de Arlt, un autor periodísticamente tan prolífico y estudiado, leés todo lo que publicó y se dijo de él?

—Sí, por supuesto. Primero que nada Arlt es un tipo sobre el que se escribió muchísimo y el desafío es qué voy a contar yo de nuevo que no se haya contado. Además Arlt tiene una particularidad, toda la gente que se ha puesto a pensar sobre su obra, son unos nombres que te asustan: Alan Pauls, Ricardo Piglia, que son los grande ensayistas y escritores de la Argentina contemporánea, es realmente un autor interesantísimo y complejo. Uno como periodista tiene que leer y saber eso para no caer en la obviedad, en lo ingenuo, eso es lo básico. Pero además de eso hay que leer lo otro, cada uno sabe cuál es el grado de ignorancia que debe cubrir para sentirse seguro.

—¿Y a vos te gusta Arlt?

—Me interesa más como periodista, hay una novela de él que me gusta mucho, que es El juguete rabioso, y los cuentos. No es que lo demás me parezca malo, bueno, a quién le importa lo que a mí me parezca, pero te quiero decir que como periodista lo admiro, pensá que el tipo hizo por añares una columna diaria de lo que veía, y Borges lo despreciaba alegremente. Era un tipo con una disciplina atroz, levantarte todos los días sabiendo que debés un texto, ¿quién puede vivir con eso todos los días? Bueno, hay mucha gente.

—En el libro hay varios muertos, ¿qué tan difícil es reconstruir esas vidas?

—Es complicado por que primero tenés que hacerte un mapa, sobre todo con muertos tan añosos como Roberto Arlt y Pedro Henríquez Ureña, además tenés que estar muy seguro de todo lo que decís, porque no podés establecer una lectura completamente literal y autobiográfica de la obra, como decir bueno, el escribió esto y entonces es esto. Hay muchas dudas de si lo que escribió Arlt, por ejemplo, es autobiográfico o no, un tipo que cambió y borró tantas huellas. Entonces por qué vas a confiar que lo que se supone que ha sido tan autobiográfico lo sea. Y bueno, básicamente lo que tenés que hacer es un mapa de fuentes vivas, a mí me da muchas cosa no tener fuentes vivas, como una sensación de que me gustaría tenerlas. Estos trabajos desgastan mucho, siento que es un trabajo más fuerte que cuando se trabaja con un vivo. Por ahí se remueven otras cosas del muerto: sí, está muerto, pero hay fuentes vivas y con ellas te encontrás resquemores, inquinas, que tal habla pero tal no, es complicado eso.

—Y más como en Roberto Arlt, del que no hay entrevistas...

—De Arlt ni siquiera hay entrevistas, creo que solo una. Y en el caso de Pedro Henríquez Ureña también fue complicado, claro que con él vivía la hija, que está viva, y eso fue bastante salvador.

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Meses antes de publicar Plano americano, Leila trabajó en Los malditos, otro proyecto de la Universidad Diego Portales, idea de Matías Rivas. El libro llegó a Colombia, pero ¿qué suerte le puede esperar a un libro con tal nombre? La librería cerró y los ejemplares estuvieron de aquí para allá por un tiempo, luego aparecieron y, haciendo justicia, se vendieron, no quedó ninguno. En ellos está la vida y la obra de diecisiete escritores latinoamericanos de existencias desmesuradas, todos ya muertos, escrita por diecisiete escritores latinoamericanos que hoy avanzan, que hoy son promesa. Hay nombres conocidos como los de Porfirio Barba Jacob y Alejandra Pizarnik; hay nombres olvidados como los de Bernardo Arias Trujillo y Rafael José Muñoz, pero casi todos han caído ya en la bruma espesa del olvido, aniquilados por su propia muerte y el peso de sus obras, aunque todos ellos vivieron en el siglo XX y el último murió en 2010. Ahí el reto de revelar esos hombres, esas vidas. Leila lo dice en el prólogo: “Los hechos son fáciles. Lo difícil es entender la minucia: las inevitables contradicciones que hacen que nadie sea, del todo, un demonio o un ángel encendido”.

Lo difícil de narrar la vida de alguien que murió luego de tocar el fondo y quedarse en él: “A veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es entrar en un palacio en ruinas en el que todavía zozobran angustiosamente los ecos de los valses viejos”.

El escritor Andrés Felipe Solano, que hizo el perfil del escritor y diplomático manizalita Bernardo Arias Trujillo, escribe desde Seúl que cuando Leila le propuso el personaje, él no tenía ni idea, nunca había escuchado ese nombre. La periodista conocía el poema que Arias Trujillo escribió en Buenos Aires, cuando hacía su vida diplomática y recorría las calles porteñas llevado de tumbo en tumbo por la heroína y los amores prohibidos:

Tiene catorce años y en sus hondas pupilas

cercadas por paréntesis lívidos de violeta,

ojeras prematuras del vicio, ojeras lilas

de onanista o asceta.

¿Quién eres tú?, le dije,

rozando sus cabellos ondulantes de eslavo.

¡Yo! soy un niño triste…

Roby Nelson me llamo”.

Dice Andrés Felipe Solano —autor de Los hermanos Cuervo, Alfaguara 2012— que para el trabajo partieron de cero porque lo que había del escritor manizalita era muy poco y todo disperso, huellas difusas: libros muy pocos, ediciones perdidas, fuentes vivas esquivas. Todo eso obligó a Andrés Felipe a convertirse en un detective: “Encontraba una referencia en un ensayo que me llevaba a una persona y esa persona a otra y esa otra a un libro. Sin embargo. en el trabajo de reportería todavía no tenía muy claro quién había sido ese tipo y su importancia. Su verdadero espíritu solo se reveló una vez empecé a escribir el perfil. Recuerdo que le envié varios correos a Leila a medida que encontraba cosas en Manizales. Estaba exultante y sabía que ella también se iba a alegrar mucho con mis hallazgos”. Precisamente el prólogo que escribe Leila en Los Malditos empieza con un correo de Andrés Felipe contándole que en Manizales encontró a una sobrina de Arias Trujillo, una mujer extraña que acariciaba la mascarilla mortuoria de su tío como si se tratara de un gato.

El trabajo de Leila era insistente: “Leila estuvo pendiente hasta el último momento del texto, me exigía seguir desempolvando cosas, pequeños detalles para afinarlo, para dejarlo como una maquinita. Para ese entonces yo estaba fuera de Colombia en una residencia literaria escribiendo Los hermanos Cuervo y aún así me llegaban correos de ella: 'Sabes si existe tal cosa, qué tal si ponemos una frase de tal libro que mencionas...'. Su tenacidad fue clave para ponerle hasta el punto final. La verdad no sé cómo hizo para llevar a cabo el mismo proceso con una docena de escritores en todas partes de Latinoamérica. Hay una cosa maravillosa en sus correos. Siempre, por lo menos yo, tiemblo mucho ante la respuesta de un editor después de la primera lectura. Si el correo comienza con una frase ambigua me vengo abajo rápidamente y me cuesta mucho pararme. Leila te entrega un párrafo donde habla bellezas del texto y después, con mucho tacto, te clava los afileres justos para que reacciones y te des cuenta de la cantidad de errores y caminos equivocados que elegiste. Tiene manos de acupunturista en ese sentido”.

En su entrevista, Ramón Lobo le dice que tiene fama de “editora criminal” por su trabajo para el cono sur en Gatopardo. Leila, se sorprende y le responde: “Mi experiencia es bastante grata. No he tenido gente que se haya ofendido. Creo que tiene que ver con cómo uno dice las cosas. Si pido un texto a un periodista es porque me interesa, me parece bueno y supongo que va a entregar un trabajo de calidad. Cuando me entrega el texto asumo que no me ha entregado cualquier cosa. Así que trato de que mi primera respuesta sea sumamente respetuosa, a la altura de su esfuerzo”.

—¿De dónde surge la selección de Los Malditos?

—Yo los elegí, y a los autores también.

—¿Los habías leído?

—Sí, no exhaustivamente a todos, pero sí hice un trabajo como de búsqueda con fuentes que no necesariamente son los escritores, pero sí me aseguré de que fueran tipos con una obra importante, no solo una vida maldita como llamativa, qué sé yo, porque hay gente con una gran leyenda pero no con una obra interesante. Para mí era importante el perfil de malditismo y una obra contundente, y leí algunas cosas y confié en el criterio de mis fuentes y amigos escritores de diversos países con los que contrasté información.

—¿Pero cómo saber, si algunas veces la obra es tan oculta?

—Hay distintos grados de desconocimiento de los malditos, hay malditos que son muy desconocidos en todas partes, incluso en su país de origen; malditos muy conocidos en sus países como Porfirio Barba Jacob; malditos con una proyección internacional pero no en todos lados; malditos muy conocidos en sus países e internacionalmente. No quería que fueran todos malditos muy conocidos, que hubiera una renovación del concepto, no malditos del siglo XIX, sino muertos hace poco tiempo, en el siglo XX, y en los que en esa categoría se veía ese horror de paralaje, de gente como mal acomodada a su época, de gente como autodestructiva, como de un retorcijón psíquico importante, y con algún pico de popularidad, si querés.

—¿Cómo se da el libro, cómo conocés a Matías?

—Yo conocía a Matías por amigos en común. Matías era muy amigo de Fogwill, y yo también, y Fogwill realizó un congreso de la crítica en Buenos Aires y me pidió que si yo podía ayudarlo a buscar a la gente al aeropuerto, pues teníamos muchos amigos en común que venían de Chile, y si yo podía ir a buscarlos y le dije obvio, y Fogwill fue muy eficaz, eso que nadie piensa que podría hacer, y ahí venía Matías Rivas, y ahí lo conocí. Fuimos a comer en una pizzería y fue como una complicidad instantánea, y a partir de ese minuto Fogwill unió muy sabiamente a mucha gente que no sospechaba que se iba a llevar bien entre sí. Él unía a la gente de una manera muy lateral, a la Fogwill, te empujaba contra el otro sin darte cuenta, y así terminé muy cercana a Matías. Hoy te diría que Matías y otra gente de Chile son con los que me siento en mayor complicidad. Ya cada vez que yo iba a Chile lo veía a Matías y meses después de habernos conocido vi que teníamos un universo de lecturas y de amores y odios, y Matías leyó rápidamente que yo podía hacerme cargo de esto, y yo le dije estás loco si crees eso y él me dijo yo estoy seguro de que lo podés hacer, y bueno, lo hice.

—¿Y fue muy duro?

—Fue maravilloso, fue fantástico. Fue uno de los trabajos que yo más voy a extrañar toda la vida.

—¿Cuanto duró?

—Como dos años. Mucho tiempo.

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El perfil de Pedro Henríquez Ureña, fue lo que llamó la atención de Vargas Llosa para leer todo Plano Americano. Una conversación con Facundo Cabral es otro de sus grandes trabajos

Una historia sencilla, Anagrama 2013, es la historia de un hombre común que participa, como dice el primer párrafo del libro, en un concurso de baile. El concurso de baile celebra el folclor argentino y un baile muy gaucho que se llama malambo, una especie de zapateo asesino, un movimiento de pies rapidísimo, todo eso en un pueblo argentino difícil de encontrar: Laborde. Luego de mucho tiempo de tener un recorte de prensa guardado y que decía que esos bailarines eran como atletas griegos, Leila viajó para ver, para tratar de darse cuenta, hasta que se encontró a Roldolfo González Alcantara, un Atila, uno de tantos.

—¿Qué es el malambo?

—El libro es, como dice el primer párrafo, la historia de un hombre que participó en una competencia de baile. La competencia se llama el Festival Nacional de Malambo de Laborde, que es el festival de malambo, el baile folclórico más prestigioso y más secreto y más particular de la Argentina por una cantidad de cuestiones. El malambo es un baile tradicional, quizá el baile por antonomasia, si es que aceptamos que el gaucho es el famoso cowboy de las pampas, una figura argentina, y es un baile que consiste en un zapateo muy intenso, que solo bailan los varones, y en el que se mueve el cuerpo de la cintura hacia abajo, un poco como el flamenco, aunque en el flamenco hay movimientos de manos, y en este no. En el malambo existe también esta especie de cosa como altiva, como de desafío que a veces tiene el flamenco, pero consiste básicamente en eso, en un zapateo que va subiendo en intensidad a medida que avanza. El festival nacional de malambo de Laborde es una competencia profesional en la que se estipula que los malambistas tiene que bailar al menos cinco minutos, ni más ni demasiado menos. Para que la gente tenga una idea, sostener este ritmo de zapateo durante cinco minutos tiene una exigencia aeróbica y de desgaste muscular muy parecido, pero bastante superior, a la que desarrolla un atleta que corre los cien metros llanos, un Usain Bolt, pero Usain Bolt lo hace en nueve segundos y estos tipos tienen que estar cinco minutos con ese nivel de desgaste, entonces tienen que tener una preparación además de artística, también atlética, y básicamente su origen es de una demostración de destreza y de casi un rito de cortejo, porque hay mucho de demostración de lo que un hombre podía hacer, servía casi como desafío, de una especie de duelo sin cuchillos entre los gauchos. Hay registros de malambos, por supuesto sin esta exigencia, que han durado horas, utilizado como una riña de gallos, como la figura del gaucho payador que inventa la copla a medida que rasga la guitarra.

—¿Y qué es el gaucho, esa figura tan manida, tan usada por los narradores de fútbol?

—Si yo supiera. Mirá, a mí me llama mucho la atención que a este lugar van a jóvenes muy chicos. En la categoría mayor, que es la que yo cubrí, pueden participar muchachos de hasta 29 años, ya después de eso quedás un poco afuera. Y la figura internalizada del gaucho que ellos tienen consiste en que se ponen en personaje mirando películas de gaucho, y leyendo libros de gaucho, pero lo que ellos sostienen es que hay que cuidarse mucho, no toman alcohol, tratan de ser un buen ejemplo para los niños, no trasnochan, llevan una vida como casi de atletas, digo, qué sé yo, la vida que lleva un tenista, un tipo que no puede beber, trasnochar. Y lo curioso es que la figura del gaucho en la literatura argentina ha sido siempre la figura de una persona taimada. Está el gaucho ladino, el gaucho desertor, que es un personaje muy marginal, un cuchillero, un ladrón. Lo de ellos es como una mirada, como lo que ellos querrían que fuera el gaucho. Hay como un error de paralaje entre el gaucho que ha contado toda la vida la literatura argentina y el gaucho que estos chicos tratan de recuperar en el escenario.

—¿Es como una suerte de religión lo de los bailarines?

—Totalmente. Yo fui a este festival convencida de que iba a contar la historia del baile y del festival, y en la segunda noche me encontré con esta persona —Rodolfo— encima del escenario que me atravesó como un rayo. Y de una manera muy kamikaze, loca y suicida, ese día de 2011, me dije: la historia esta no va a ser solo el festival de malambo sino la historia de este hombre en el festival. Y entonces, viene esta idea del gaucho. Rodolfo es una persona que te dice gracias a Dios queriéndote decir gracias a Dios, no ha naturalizado esta frase como yo te puedo decir Daniel, buenos días. Realmente es alguien a quien le importa. Digamos que la cosa que el tiene internalizada es del gaucho con valores, que tiene que vivir con la austeridad. Lo que ellos admiran es esta especie de hombría, de capacidad de estar solo, de resolver, de ser un hombre cabal, de lo que por ahí es la cabalidad, yo tengo mis reparos sobre eso. No porque uno escriba un libro quiere decir que está de acuerdo con un mundo en el que se está de visitante.

—¿Cómo fue el año desde que ves a Rodolfo por primera vez y hasta que se presenta por segunda vez en Laborde?

—Atroz. Fue maravilloso porque Rodolfo es una persona muy generosa, pero atroz también porque yo me preguntaba todo el tiempo, y esa es una de las razones por las que el libro está escrito en primera persona, porque a mi me interesaban todas esas preguntas relacionadas con el oficio, con las miserias que a veces uno tiene como periodista. Yo me hacía una serie de preguntas. Lo que más me llamó la atención fue cuando me enteré de una cosa insólita, y es que este festival existe desde el año 1966 y que desde ese momento todos los que se coronan campeones, que además ya me parecía raro que un festival de baile tuviera el título de campeón, es como ser campeón de ballet, o campeona de la belleza, como si fuera un toro, el susto que me dio fue enterarme de que desde que empezó el festival todos los campeones hacen un acuerdo tácito según el cual una vez se gana el campeonato nunca más se puede bailar de manera profesional en una competencia, en ningún otro festival de malambo ni de la Argentina ni del mundo, para preservar el prestigio del festival, es como para decir esto es lo máximo. El malambo que los ilumina es el malambo que los aniquila. Esa noche en que yo lo vi bailar a Rodolfo, ese hombre de dos metros que no sé qué, que después descubrí que era un señor de un metro cincuenta abajo del escenario, vi que la épica del festival se contaba mejor a través de una persona. Contar el compromiso, el esfuerzo que significa para esta gente que no puede hacer ningún esfuerzo económico, porque Rodolfo es un busca vidas, y durante todo ese tiempo que yo lo seguí fue muy generoso con los encuentros y pasamos horas charlando y me permitía ir a verlo ensayar, tuve un acceso de primera línea. Pero yo a veces volvía a casa muy frustrada porque Rodolfo es una persona con un discurso que por momentos puede parecer un poco aterrizado, y lo es en términos de que habla con generalidades, entonces era muy difícil decirle que me contara el momento en que se inundó la casa donde vivía con su familia y que tuvieron que dormir arriba de una mesa, y te contaba todo esto pero inmediatamente decía yo lo recuerdo bien, y yo me enervaba porque decía necesito que me dé detalles, hasta que me di cuenta de que Rodolfo era eso. Esto que uno se pasa diciendo en los talleres: bueno la realidad no hay que forzarla, la realidad es lo que es, y no me estaba dando cuenta de que estaba cometiendo un error, no de querer forzar la realidad, sino de dudar, o de tener el temor de que la realidad esa que yo estaba viendo no tuviera la suficiente épica como para ser contada. Y de pronto me di cuenta de que la épica de esto era la épica de un hombre común que todos los días se va a trabajar y que cuando regresa del trabajo se planta frente al espejo y se dice yo no me voy a resignar a tener una vida gris, yo voy a pelear por lo que quiero, aunque me rompa los cuernos contra la pared. Entonces era eso, la historia del sacrificio común. Una historia de un héroe que de pronto se saca la camiseta.

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Foto Perfil

—¿Todo el año con esa zozobra?

—Durante ese año tuve mucho ese conflicto, yo no lo compartí jamás con Rodolfo. Y después supe que mi pregunta, a medida que nos íbamos a acercando al festival, se convertía en dos. La primera y grave era ¿qué pasa si Rodolfo no gana? ¿Será que esta historia vale igual si Rodolfo no gana este festival? ¿Me habré fumado un año de mi vida sin tener una historia al final? Porque bueno, qué pasa si Rodolfo pierde, a lo mejor la historia vale igual, pero es una pregunta que se va haciendo uno mientras se desarrolla todo, y también es esta cosa de la miseria del periodista, es como un poco la pregunta que uno se hace con Truman Capote y A sangre fría, ¿estaba o no estaba esperando a que los mataran para terminar el libro? Y la otra pregunta que era ¿hasta qué punto la mirada de una cámara al estilo de The Truman Show no ejerce sobre una persona como él, que tiene que tener toda la concentración de un animal salvaje, de un deportista de alto rendimiento a la hora de salir al escenario, una presión? ¿Hasta qué punto, saber que tiene una periodista atrás, pegada durante todo el año, con una enorme expectativa, con una enorme cantidad de presión por el festival, y si no estaba yo aún no queriéndolo interfiriendo en esa realidad, aunque uno como periodista trata de producir nada en esa realidad? Yo me preguntaba eso todo el tiempo: ¿Rodolfo va a bailar igual sabiendo que yo estoy haciendo esto? Creo que en el libro está esbozado eso, yo actué completamente sabiendo que quería contar la historia, incluso hay varios momentos en los que me hago explícitamente la pregunta: ¿Qué hago? ¿Será que lo llamo o no? Lo llamo igual, entendés, diciendo que en todo caso el límite lo ponga él.

—Incluso en los momentos en los que él está orando vos seguís ahí, en ese momento tan íntimo...

—Rodolfo es una persona muy católica, de estos de verdad, no un chupacirios, no un fanático, es realmente un tipo devoto de su fe y anda siempre con una Biblia encima, y por supuesto el momento de mayor entrega es cuando se va a jugar el todo por el todo. Yo lo vi pasar seis veces. por lo menos, por ese rito: practicar en su camerín, estirar un poco, escuchar una canción de Almafuerte, que es un grupo de heavy metal, dejar que pase eso, abrir su Biblia, bajar la cabeza, rezar en silencio y moviéndose de un lado hacia otro como para ejercitar las rodillas, y ese acto de entrega del héroe, que uno sabe que se entrenó físicamente hasta lo último, que depende enteramente de su cuerpo, pero que además tiene la humildad de entregarse a Dios. Yo quiero aclarar algo, yo no creo en Dios, pero a mí me emociona mucho la religión del que cree, me produce realmente una emoción, creer en algo a mí me parece una cosa de humildad grande, más allá de los fanatismos. Y yo viendo a Rodolfo agachando la cabeza, abriendo la Biblia, hasta su entrenador se iba, y yo me quedaba, y yo sabía que yo no tenía que estar ahí, o sea, era un momento de una intimidad absoluta, y otra vez la pregunta: ¿Si yo estoy acá este tipo no se sentirá observado, podrá hacer su eje en la concentración con su Dios, en soledad, bajar la cabeza, aceptar con humildad, Señor te entrego a vos y qué sé yo, con una periodista, que además un camerín es un espacio de un metro por un metro, no hay ninguna posibilidad de que te olvidés de que yo estoy ahí, no se sentirá intimidado, invadido, violado? Y era un momento de mucha soledad para él y yo sentía que no debía estar ahí y sin embargo me quedaba. Yo creo que en la labor de uno, cuando uno está tratando con gente adulta por supuesto, el límite lo debe poner el otro. Me parece que también está bueno, a mí me gustó poner esas preguntas en el libro como una especie de guiño a los colegas.

—¿Cómo vas a la historia? ¿te la encargaron? ¿vas desinteresadamente por tu cuenta?

—¿Desinteresadamente a contar esta historia? No, yo estaba interesadísima. Sabía que la historia tenía un grado de sutileza tal que yo veía la historia, pero hasta no estar ahí en el lugar no tenía claro qué era lo que iba a encontrar en Laborde, básicamente después de decidirme, de leer años después la noticia en diario La Nación sobre este festival, guardé el recorte y después de dos o tres años decidí ir a ver qué era. Con un trabajo de preproducción importante, o sea, yo cuando llegué a Laborde ya tenía por lo menos quince entrevistas pactadas con campeones, excampeones, aspirantes a campeones. Yo siempre preproduzco mucho y sabía que algo iba a resultar de esto, no tenía claro qué. Yo veía una crónica para Gatopardo que es un lugar como muy de mi pertinencia, pero así y todo no lo hablé, porque no quería exponer la historia. Sabía que era muy difícil explicarle a un editor cuáles eran los costados que a mí me interesaban, para que no pareciera una historia demasiado local, esto es como de unos gauchos bailando y haciendo de gauchos, a quién le importa eso. Yo sentía que había un punto de universalidad en esta historia, que para contárselo a alguien tenía que ir al lugar y encontrarme con la historia, con lo cual fui al lugar y me encontré a Rodolfo, fui como tres años, en todos estos años no le dije a nadie, el único que sabía de esta historia era mi marido —Diego—, que además me acompañó, y como pensábamos que iba a ser una crónica, hizo las fotos. Ahora cuando me senté a escribir en febrero de este año, me dije bueno esto hay que escribirlo en caliente. Me senté a escribir y me dije aquí hay algo más que una crónica, aquí hay un libro, incluso con todas esas intromisiones del autor a mí me parecía que tenía identidad de libro. Lo envié a dos personas en cuya lectura confío en España, y a las dos semanas me estaba escribiendo Jorge Herralde. El libro llegó a Herralde y me escribió para decirme que estaba emocionadísimo, me mandó un mail alucinante en el que me citaba textualmente pedazos del libro y me dijo, como un torero al final, quiero publicar tu libro y me quedé de una pieza, porque Anagrama, España, Herralde, que es un gran editor, y yo respeto y además soy muy lectora de mucho autores de la editorial.

—Y que uno siente que Anagrama no edita libro malo...

—Un poco, sí. A lo mejor este es el primero, a lo mejor con este se equivocaron. Es verdad que Anagrama tiene un grado de calidad, digo es una editorial de esas de fondo, casi que cualquier libro que uno saque, podrá gustarte o no gustarte, es bueno, la verdad es que casi todo es estupendo.

—¿Por qué es universal la historia?

—Mirá, creo que es universal porque en el fondo es la épica de un hombre común. Es universal también porque registra un poco la historia de una persona con una vocación que no es la vocación indicada para el medio en que nació. Ser bailarín para un persona nacida en un ámbito muy muy pobre no es lo que se supone. Y creo que es un historia universal porque es un tipo que se opuso a ese mandato de su clase, de su procedencia social e insistió en eso, en no tener una vida gris, en yo voy a hacer lo que quiero. En esa medida creo que la historia de Rodolfo cuenta la historia de cualquier chiquito del interior de Colombia, o de la Argentina, o de Chile, o de España, o del mundo que, nacido en un lugar muy pobre, muy humilde, quiere ser algo, escritor, bailarín, pintor o lo que fuere que se supone que no es para lo que nació. Es una historia de un esfuerzo y de una lucha muy sencilla pero también muy heroica contra el mandato social: usted nació acá, acá se muere. Rodolfo está dispuesto a darlo todo por un sueño, que es una frase muy común, y ese sueño lo pudo aniquilar. Sobre ese universal pibotea el libro. Un héroe posible.

—¿Diego, siempre supo? —le pregunto, pues la dedicatoria del libro es para él, como en Frutos extraños y en Los suicidas del fin del mundo, y dice precisamente eso, que nunca dudó.

—Jummm. Diego siempre supo que la historia de Laborde valía la pena. Diego siempre fue un apoyo súper importante. Todas estas cosas que yo te contaba, si habrá una historia, sino, si le va a interesar a alguien, qué sé yo. Yo por supuesto no hacía estas preguntas en voz alta pero cuando me las hice en algún momento él me recordó, bueno, me conoce como nadie en este mundo, entonces me recordó mi propia certeza, y para eso hace falta alguien que sepa quién sos y que nunca dude. Yo creo que él tiene completa fe en mí.

Nos levantamos de la mesa rápido, Leila tiene una cita con la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Son las cinco de la tarde y el día no reposa. Leila toma unas gafas Ray Ban de su bolso, se las pone. Se despide como si nos conociéramos de toda la vida, no como si hubieran sido solo un par de horas de entrevista. Leila se va. Leila, a la que le han alabado su ojo certero, eso de entender la minucia —"las inevitables contradicciones que hacen que nadie sea, del todo, un demonio o un ángel encendido”—, la fuerza de su prosa, un caballo desbocado, el desenfado. Detrás de todo eso estuvieron esos años en La Nación, el correr de la redacción a otros temas, a mantenerse desafiada, a doblar las apuestas imposibles, las horas interminables de entrevistas, esperar y esperar, y luego escribir de golpe, como se viene, y luego depurar y hacer versiones. El sufrimiento de intentar, el sufrimiento de volver a intentar, el sufrimiento de vivir siempre con el corazón en llamas.

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