Al decir de Luis Carlos González, ese mítico compositor pereirano, la ruana salió de una capa castellana. Crecimos escuchando su canción emblemática, aunque cada día menos se usa la ruana en este país urbano, que se olvidó del campo.
La creatividad y tal vez la carencia de botones en una época en que no existían los TLC, hizo que nos inventáramos una versión de capa con un solo y gran ojal, para meter un único botón, la cabeza, y de allí salió esa genialidad que se llama ruana, que “grita con sus cuatro puntas” y produce “un calor de pecado dulce”.
Hay tres regiones que la han usado por tradición: El altiplano cundiboyacense donde la cría de ovejas, los telares caseros y la utilización de la ruana son una misma cosa. El macizo colombiano, en especial Cauca y Nariño, donde las comunidades indígenas utilizan una más corta y más liviana; y el pueblo antioqueño, que terminó degradándola a un trapo llamado poncho que se lleva sobre uno de los hombros, más ligero y sin mayor utilidad, como no sea enfatizar el gusto por los caballos y por el dinero fácil.
En las ciudades se puso de moda por allá los años 70, cuando no había estudiante que no se enfundara una maxirruana para ir a la universidad; y entre nuestros artistas el único que la lleva con orgullo es Jorge Veloza y sus carrangueros, pero los otros, y los jóvenes de hoy, quieren parecerse más a Justin Biever que a un campesino boyaco.
En algunos sectores políticos la han vuelto a utilizar, pero lo único que logran es mandar mensajes confusos, como lo hicieron los de la U hace aproximadamente un mes en Paipa o ayer, el alcalde de Bogotá, para firmar el POT y encender una nueva polémica.
A los políticos les luce menos que a los campesinos, es verdad. Me recuerdan las connotaciones negativas que alguna vez le dieron a esta prenda por allá en los años conocidos como “la violencia” cuando se decía que debajo de cada ruana había un puñal escondido.
Pero los verdaderos enruanados, son los del pueblo, para ellos no es moda, es necesidad y con ella los identificamos. Decimos, por ejemplo, que la justicia es para los de ruana para significar que solo se aplica el peso de la ley a los más pobres. Sería chévere que los magistrados de las altas cortes cambiaran las togas extranjerizantes, por maxirruanas y pusieran la justicia al servicio del pueblo.
Los boyacos le dijeron una frase sabia a los delegados del gobierno “Usamos ruana pero no somos ovejas” y así dejaron claro que ya no se someterán a las arbitrariedades de una sociedad que los desprecia. Su valor y decisión, en buena hora, ha generado un movimiento de apoyo con cacerolazos y marchas en varias las ciudades. ¿Será este el preludio del restablecimiento de la prioridad que debería tener el campo en una sociedad equilibrada, incluyente y justa? ¡Ojalá!
Por lo pronto el gobierno le ha dado la razón a esta movilización. Si ofrece controlar el costo de los insumos, mejorar la oferta de crédito, dar soporte técnico, utilizar salvaguardas para impedir acceso de productos importados y muchas otras cosas, es porque no existían antes y la política pública se había centrado en dos únicos ejes: redistribución de tierra y negociación con la guerrilla.
Paz, pero con los actores armados, sin incluir al campesinado y de la repartición de la tierra poco se ha visto, como no sea el acaparamiento abusivo de algunos grandes propietarios.
La ruana volvió a estar de moda. Qué vivan los campesinos que nunca la abandonaron, porque lo que es nosotros, la cambiamos por prendas modernas, importadas gracias a los TLC.
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