Caca de perro

Caca de perro

Un cuento para estos días de confinamiento

Por: Emilio Alberto Restrepo
abril 15, 2020
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Caca de perro

Siempre he sido un solitario, ni siquiera por falta de oportunidades, ni por feo, ni por deforme, ni por tímido, sino por estructura vital, por carácter, por convicción. No me gusta la gente. No me la soporto. Lo que pasa es que antes no se me notaba, porque en el trabajo yo tenía que interactuar con los clientes, presentarles las diversas opciones, evaluar sus necesidades, discutir con ellos los detalles y como se trataba de vender un producto, parecer amigable era importante, para cerrar el trato con una sonrisa que pareciera natural, escuchar con paciencia sus requerimientos para tratar de que la entrega final fuera buena y a entera satisfacción. Porque, ante todo, soy un profesional.

Mi rutina era la misma de miles de ciudadanos como yo. Ocho horas que a veces se iban a doce o a catorce en una oficina en donde nos ubicábamos entre cuatro y diez personas, de acuerdo a los convenios que hubiera establecido la empresa. Nuestro trabajo era la publicidad, el diseño gráfico, el marketing. Yo soy dibujante y delineante y, por ser el de más experiencia, el encargado de dar el revisado final al pedido acordado. No me gustaba, pero me tocaba afinar personalmente los detalles para que el contratante supiera que su dinero había sido bien invertido y quedara contento.

Y así lo hice durante muchos años, hasta que llegó la pandemia y nos cambió las condiciones, la forma de trabajar, la manera de vivir y relacionarnos y todo se tuvo que hacer de manera distinta. Era algo obligatorio y, en justicia, necesario e innegociable. Lo primero, fue que los pedidos bajaron, muchas empresas antes solventes entraron en crisis, la economía cayó en una recesión y en ese momento de encierro masivo, a casi nadie le interesaba la publicidad ni tenía presupuesto ni interés en contratarla.

Entonces, el poco trabajo que caía, se hacía en línea y desde la casa de cada uno con concertaciones y mesas de trabajo virtual por teleconferencia. Y empecé a tener mucho más tiempo libre del habitual, me ahorraba el desplazamiento diario de ida y vuelta a la oficina, que me ocupaba al menos tres horas al día, más el tiempo necesario para organizar mi salida del apartamento.

Ya confinado en mi espacio, decidí que además de cumplir con los encargos de mi trabajo, iba a hacer algo de ejercicio, entonces decidí caminar dentro de mi unidad, en un circuito circular por el sendero. Era lo único, pues el sauna, el turco, la piscina y el gimnasio habían cerrado por la contingencia. Para no conversar con nadie ni tener que saludar a esa gente babosa, rechoncha, maloliente y maleducada que se obstinaba en preguntarme por cosas de mi vida, subía y bajaba por las escalas hasta el piso 15, que era en donde vivía. Y así lograba sacarle el cuerpo a las personas. No me interesaba para nada socializar. Aprovechaba también para reforzar mi entrenamiento y no tener el riesgo de contaminarme con ese virus apestoso que le licuaba los pulmones al que infectara. No tenía mucho miedo por ello, pues nunca había fumado, mi aseo era continuo e impecable, me alimentaba de manera orgánica y muy sana y a mis cincuenta años estaba en perfectas condiciones físicas. Además usaba guantes, tapabocas y gorro aislante para mi pelo, no fuera que el microbio se me pegara, ya que había muchas personas que tosían por todas partes e impregnaban el ambiente de bichos e inmundicias.

Todo iba bien, adaptado a la nueva dinámica de cosas, conforme de cómo se iba presentando el día a día, hasta que pisé sin darme cuenta la caca de perro. Fue horrible y asqueroso llegar a mi sala de manera desprevenida y tranquila, cuando el mal olor y el rastrillón en mi alfombra me demostraron que mientras trotaba, en la oscuridad del sendero, algún sarnoso había depositado su repugnante mojón de mierda y yo lo había pisado. La suela del tenis me lo confirmó, y en ese momento creí que se me reventaba el cerebro de la rabia que me poseía y que el corazón se me quería salir del pecho del coraje que me alcanzó a invadir. Ni siquiera era culpa del asqueroso animal, él tenía que hacer lo suyo, el problema era de su dueño, que con seguridad era un verdadero cretino que no se había molestado en recogerlo. Tratando de calmarme, procedí a limpiar la alfombra y conteniendo la repugnancia, a lavar el calzado. ¡Casi no despercudo esa cochambre! Estuve tentado a cortar el pedazo de tapete, a embolsarlo junto con mis zapatillas deportivas y botar todo a la basura, pero les tenía gran cariño, eran unos zapatos muy cómodos, especiales para el jogging, muy anatómicos y se me adaptaban de manera perfecta. Los había medido milímetro a milímetro con mi plantilla personal y no eran fáciles de conseguir ni siquiera en tiendas especializadas. Luego de eso les eché jabón, aromatizante, alcohol, los lustré con pañitos húmedos, los dejé ahumando en sahumerio, hasta que pude ver que estaban sin rastros del accidente.

La situación era insoportable, no me podía quedar tranquilo sabiendo que cada noche podría pasarme lo mismo, entonces decidí bajar a hacer una evaluación del problema. Me puse unas babuchas casi desechables cubiertas con polainas, agarré la linterna y bajé al primer piso, revisando las áreas comunes centímetro a centímetro. Lo que sospechaba: otras cuatro cacas de perro. Nunca había tenido conciencia del asunto, pues no permanecía en mi unidad por lo del trabajo y era la primera vez que me tocaba enclaustrarme, pero entendía que había que hacer algo. En ese momento vi que una niña venía con su mascota, hizo su deposición y ella procedió a recoger el material en una bolsita que tiró al pote de desechos. Muy juiciosa, lo hacía de manera natural y fluida. Estuve un rato parado junto al parquecito oculto por la penumbra, y vi que otros dueños hicieron lo mismo. Casi todos hacían lo correcto. Hasta que llegó un señor barrigón, con dos enormes perros que deambulaban de manera libre y juguetona por todo el espacio. El tipejo cotorreaba por celular y al parecer estaba hablando de algo que no podía hacer en su casa, pues decía “que su esposa estaba pendiente, que había que esperar, que no era su problema que le tuviera que tocar quedarse sola el fin de semana por casi un mes sin poder salir, que dejara de ser inconsciente, que él le había dado mucho gusto, que no tenía por qué hacerle reclamos,” y mientras tanto, los animales dejaban su reguero de excrementos por varias partes. Al colgar de manera brusca la llamada casi a los gritos, llamó con un silbido a los perros, quienes le obedecieron de una. Empezó a dirigirse al ascensor y no hizo ningún intento de recoger la porquería. En ese punto salí de mi refugio y le dije sin alzar mi voz que por favor sacara una bolsa para limpiar el sitio. El tipo se dio vuelta, me miró con desprecio, escupió en el suelo, me dijo que me ocupara de mis asuntos, que dejara de ser sapo, que no fuera metiche y que si me interesaba tanto la limpieza, que los recogiera yo. Y que cuidara mis modales y tuviera cuidado, ¿que acaso no sabía quién era él?

Quedé absorto, anonadado ante tamaña desfachatez, a la puerta del ascensor de la torre 2 que cerró en mis narices. Vi que se bajó en el piso 21. Me dirigí luego a mi torre, no salía de mi asombro, pero sentí que mi pasmo inicial estaba mutando en furor. Me encontré con uno de los ronderos y fingiendo una tranquilidad que no tenía, le pregunté que quién era el señor de esas características, el de la barrigota y los dos perros. Me dijo que era el doctor tales, un magistrado del Tribunal Superior, una persona muy importante y muy influyente en la junta de administración de la unidad. Salía mucho por televisión y por la prensa, anotó.

Desde ese día, cambié la distribución del tiempo de mi encierro forzoso. Decidí pasar sentado en una banca haciéndome el pelotudo entre 7 y 11 de la noche, que era el lapso en que solían sacar a la mayoría de las mascotas a pasear, aprovechando los 20 minutos de gracia que daba el decreto oficial. Me aprendí el horario y el comportamiento de todos. Volví ver al gordo despreciable, ya hablando en términos cariñosos con su mozuela, siempre sin recoger lo que le correspondía. Salía muy tarde, al parecer para que nadie lo pillara ni lo cuestionara. O sería que su enorme panza no lo dejaba ni siquiera agachar. Y detecté además otros dos que tenían la misma costumbre, repulsiva e irresponsable. No les importaba, estaban más pendientes de tomarse docenas de selfies estirando la trompa, como hacía la muchacha del 12 o mirarse en el vidrio del gimnasio en todas las poses, como hacía el narciso del 17.

Traté de hablar con el administrador, llamándolo de manera anónima, pero me dijo que en la unidad eso no ocurría gracias a su gestión, que la asepsia y la limpieza eran totales, un ejemplo para mostrar en la ciudad. Le escribí desde un correo apócrifo y un nombre falso al presidente de la junta poniéndolo al tanto de la situación, y me respondió de manera descalificadora, diciéndome que el mundo se estaba muriendo de una pandemia, que el país entero se derrumbaba en una crisis económica, que la sociedad estaba atemorizaba y encerrada a la fuerza para que yo me preocupara por una simple caca de perro, que era el colmo, que cogiera oficio, que me ubicara. ¡Plop, quedé en shock!

Entonces puse manos a la obra. En mi cuarto útil tenía un veneno que había comprado para controlar una epidemia de ratas en la finca de mi madre cuando estaba viva. Vi en la etiqueta que estaba vencido, pero no me importó. Con doble guante y una jeringa le inyecté a unos trozos de carne que partí en pedazos chiquitos. Uno a la vez, pequeñas cantidades, finamente cortadas. Dosificadas, no fuera que se me juntaran varios perros muertos en un solo envión. No era culpa de los animales, es cierto que me conmovía un poco por ellos, pero me dolía más su encierro en apartamentos atiborrados de cosas, en poder de dueños idiotas y sin conciencia. En el fondo era una salida humanitaria a una existencia sin valor, de animalitos enjaulados y prisioneros que iban a descansar de una vida que no tenía sentido ni era para nada halagüeña. A la larga me lo iban a agradecer, sé que estaba haciendo lo correcto. Hice lo posible para no escoger al perro equivocado, me acoplé a los horarios de sus dueños y como era evidente que estaban tan ocupados llamando, o tomándose fotos o mirándose al espejo, era muy fácil, pues no estaban pendientes de cuando yo hacía la forma de darle la ración a cada uno, en silencio, desde mi rincón en la sombra, con una semana de diferencia cada intervención. Nadie relacionó los eventos, me imagino que cada cual manejó su duelo de manera individual, no se generó alarma colectiva y al parecer nadie pensó que las muertes en serie pudieran tener que ver con una única motivación. La mía.

Al gordo arrogante le di un tratamiento un poco diferente. Por su trabajo de magistrado, tenía salvoconducto para salir varias veces a la semana, pero desde los jueves se encerraba en su apartamento. Aprovechando un lunes festivo, mandé comprar a domicilio varios kilos de una carne barata y gorda, llamada tres telas y basado en un tutorial de youtube para abrir carros con una bomba de sanitario, se los metí a la maleta de su camioneta. En su punto de estacionamiento no hay perspectiva para las cámaras y todo se me facilitó. Como sabía que no la abría hasta el martes para ir a cumplir su función en el tribunal, le dejé esa podredumbre haciendo ebullición entre jugos y gusanos, para ver si la putrefacción que le iba a obligar a la pérdida total de su carro le ablandaba un poquito el espíritu y le abría el corazón, si no a la bondad, por lo menos a la cortesía y al respeto. Pude ver que después de tamaña sorpresita, una grúa lo tuvo que sacar de la unidad. Hasta la fiscalía llegó, pensaron que era un muerto embolsado. Han pasado algunas semanas y nadie parece saber nada del asunto en el conjunto residencial. Ni los guardianes, tan lengüisueltos e indiscretos ellos, tocan en tema.

A ese mismo gordo infame, me lo he encontrado varias veces en el patio, no parece reconocerme y saca su otro perro en silencio, con traílla y ya no habla por celular. Es más, me ha saludado con un gruñido impersonal y genérico y un movimiento de cabeza. Me ha parecido un poco tristón, anda más lento y cabizbajo, algo inusual en él, me da la impresión que es más por su amante ya distante y enojada que por su perro, pero hablando con voz más baja y menos presuntuosa. Se ve que lo corroe una especie de pesadumbre. Creo que quedamos en ese punto, no veo necesario tomar otras medidas más drásticas con él. Está tranquilo, ojalá le dure, por su bien.

La cuarentena se prolongó por un total de 2 meses. Inicialmente, estaba programada para 20 días. Me llama la atención que no he vuelto a ver caca de perro tirada en el piso en la unidad. La gente está como muy juiciosa, cada uno en sus asuntos. Yo continué dando mis caminadas nocturnas sin novedad. También seguí en mis labores de teletrabajo en medio del encierro forzado, porque, ante todo, soy un profesional.

* Publicada originalmente en Ficción, La Revista.

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