Pocos escándalos de corrupción han conmocionado a la sociedad colombiana como aquel del llamado ‘Cartel de la Toga’. Los ciudadanos teníamos la esperanza que la justicia, a pesar de las eternas demoras, funcionaba. Pero cuando nos empezamos a enterar que, a diferencia del ‘cariño verdadero’, los magistrados son algo que se compra y se vende, quedamos desubicados. Según El Espectador hay documentos en la investigación que adelanta la justicia contra estos exmagistrados (Bustos, Ricaurte, Tarquino y Malo) que, según la propia confesión de Luis Gustavo Moreno, integraban una red que torcía expedientes, ponía en remojo órdenes de captura y dilataba procesos, con poder de maniobra en la Corte Suprema y en la Fiscalía.
Lo primero que se debe hacer es identificar las causas de la corrupción en las altas cortes. Todo parece indicar que el principal culpable es la Constitución del 91, carta de navegación que multiplicó (sin tener razones de fondo) lo que eran dos Cortes (la Corte Suprema y el Consejo de Estado) y le agregó dos nuevas: la Corte Constitucional y el Consejo de la Judicatura. Añadió igualmente una Fiscalía que incomprensiblemente se ha apoderado de funciones procesales. Y como si esta situación no suficientemente confusa, en el Congreso muy seguramente se va a probar una nueva Supercorte, la llamada Justicia Especial para la Paz, JEP, que en muchos casos convierte a las otras cortes en subalternas. Los honorables constituyentes no entendieron que las Salas de la Corte Suprema, como la Sala Constitucional, funcionaban razonablemente bien. Con esa proliferación de Cortes, se multiplicaron los magistrados y como era absolutamente obvio, dentro de una limitada cantera de insignes juristas, se empezó a escoger, no a los más brillantes, ni a los más cultos, ni a los mejores jueces, sino a los mejor conectados. En época de bárbaras naciones, a la Corte Suprema de Justicia solo llegaban eminencias en el campo jurídico. Hoy, cualquier ‘chisgarabis’ –de cuestionables calidades éticas, laborales y académicas- puede aspirar, con muy buenas posibilidades, a ser elegido magistrado. No hay que ver más allá de la hoja de vida y trayectoria profesional de mediocridades como Bustos, Ricaurte, Tarquino y Malo para darse cuenta que, o se reforma la cantera de la que salen los futuros magistrados, o de la mediocridad judicial nunca vamos a salir.
Se empezó a escoger, no a los más brillantes, ni a los más cultos,
ni a los mejores jueces,
sino a los mejor conectados
El segundo aspecto que ha contribuido a la corrupción del sector judicial es el maridaje y contubernio entre los jueces y la clase política. Cuando los que nombran a los altos cargos son exactamente los mismos que eventualmente los van a juzgar, es absolutamente obvio que se forma un contubernio en el que se reciben y se pagan favores; en el que se favorece a los amigos y se hunde a los enemigos; en el que deja de funcionar la separación de los poderes; y en el que con la convivencia de las altas cortes, el gobierno se da el lujo de desconocer las elecciones para los plebiscitos y de paso torcerle el pescuezo a la Constitución. Francisco Ricaurte, por ejemplo, fue quien aprobó el acta en la que se consignó que José Leonidas Bustos había sido elegido magistrado de la Sala Penal. Este, a su vez, fue quien postuló a Ricaurte para el Consejo de la Judicatura.
Si no volvemos al esquema de tener una sola corte, la Corte Suprema de Justicia (y no lo que es hoy la Corte Subalterna de Justicia); y no rompemos el funesto contubernio de los magistrados con la clase política, las posibilidades de acabar en este país con la corrupción en las altas esferas judiciales, o por lo menos morigerarla, va a ser inútil. ¡Que el Señor nos tenga en sus manos!