El Salvador es un país diminuto incrustado en una esquina de Centroamérica. Tan pequeño que es conocido como el pulgarcito de América. Sus presidentes no han destacado por mayor cosa en la región, a lo sumo, por hechos de corrupción o por la firma de un tratado de paz. Sin embargo, eso cambió con la llegada a la presidencia de Nayid Bukele, el presidente rockstar y con estatus de celebridad internacional. Convertido por las hordas de las redes sociales en un referente de gobernanza pandémica, y bueno, el presidente que muchos quisieran tener.
La pandemia también le sirvió para mostrar su vena más autoritaria; erigir una especie de Estado de opinión en torno a su impecable figura y de paso concentrar todos los poderes. Aniquilando ese viejo ideal liberal de división de poderes, checks and balances o dispositivos de control. Nada de eso. Bukele ya es el hombre fuerte y el más novel integrante en el panteón de líderes autoritarios de la región. Algo que logró a los 39 años; inicialmente por las urnas, defendiendo un conservadurismo social y arrasando con la clase política.
El gerente
Si hay una palabra que defina la visión política de Bukele es pragmatismo. Su forma de gobierno se aleja de las discusiones estériles entre derecha e izquierda. No se ajusta a la rigidez de las formas ideológicas porque su principal preocupación consiste en resolver problemas. Antes de incursionar en la política destacó como un empresario exitoso y esa mentalidad gerencial es la que orienta cada uno de sus movimientos. Algo que combina con una profusa actividad en Twitter y convencido de la potencia de la inteligencia artificial. No siempre fue así.
En 2015 llegó a la alcaldía de San Salvador sobre los hombros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), un partido tradicional de izquierda. Al Bukele de esos años no le molestaba engranarse en la izquierda y asumir sin temor las banderas del FMLN. Pronto entendió que su partido formaba parte del problema y que no podía ascender a su sombra. Liquidó su pasado izquierdista y se matriculó en la corriente de liderazgos que rehúsan el encuadre, esos que insisten en repetir que no son de derecha o de izquierda, así ganó la presidencia en 2019 e inició una cruzada para “ordenar la casa”.
Autócrata en ciernes
Bajo el paraguas de la Gran Alianza para la Unidad Nacional, formación conservadora y de centro derecha, se alzó con la presidencia en primera vuelta. La victoria fue mayúscula. No solo derrotó a su antiguo partido, sino que le quebró el espinazo al bipartidismo histórico. En su victoria confluyeron varios factores sociales y políticos, entre ellos, el hartazgo de los salvadoreños con la clase política tradicional encarnada en el FMLN y ARENA; y un relevo demográfico que activó a una generación de jóvenes con un candidato sintonizado con sus inquietudes y que prometía cambios, su eslogan fue efectivo: Hagamos historia. Ganó con la promesa de acelerar la historia con nuevas ideas; sin embargo, se encontró con un escollo, la Asamblea Nacional, dominada por los partidos tradicionales que no le caminaron a su discurso “histórico” y le consideraron persona non grata.
La tensión llegó a un punto culmen el 9 de febrero de 2020 cuando envió al hemiciclo a cuarenta soldados. Una clara muestra de intimidación y autoritarismo que por poco se convierte en un autogolpe al estilo Fujimori o Serrano. No pasó a mayores, pero le llevó fijar todas sus energías en su siguiente movimiento: la próxima elección legislativa.
Nuevas ideas, viejos métodos
Alejado de la Gran Alianza y decidido a construir un partido a su imagen y semejanza, el 21 de agostos de 2018 fundó Nuevas Ideas, un partido que se define en sus estatutos como una “vanguardia sin ideologías obsoletas”. No obstante, se encuentra alineado a la derecha y reafirma el conservadurismo social de Bukele, contrario al aborto y al matrimonio homosexual. En su debut electoral e impulsado por la impresionante popularidad del fenómeno Bukele se convirtió en la principal fuerza política en la Asamblea tras las elecciones legislativas del 28 de febrero de 2021, ganando 54 escaños de 84 posibles. A un año de su intentona de golpe de Estado el desquite del presidente fue arrasador, ya que logró configurar una supermayoría; suficiente para aprobar leyes, nombras jueces o introducir la reelección. Con la lealtad de las Fuerzas Militares, el control total del legislativo y el encumbramiento del Estado de Opinión, el siguiente movimiento sería la rama judicial.
No había espera, en la primera sesión de la nueva Asamblea, su partido destituyó a los magistrados de la Sala Constitucional y al fiscal general (quien le venía adelantando varias investigaciones al gobierno). Sobrevino la absoluta concentración de los poderes y la preocupación internacional.
Ordenando la casa
La concentración de todos los poderes nunca es saludable. Desactiva los controles institucionales y otorga un poder ilimitado. Bukele justifica sus movimientos bajo el argumento de estar “ordenando la casa” y se ampara en el registro favorable en las encuestas. Desdeña con furia el mote de dictador y autoritario que se ha ganado por buena parte de la comunidad internacional, preocupada por los excesos de quien en menos de tres años liquidó toda la clase política y se convirtió en jefe supremo del pequeño país. Su vena autoritaria la acentúa con un impresionante manejo de la matriz mediática, convertido en el presidente que “mejor ha manejado la pandemia” y que ha pacificado el país a partir de un estricto control a las maras. Dada su juventud y vitalidad, no es posible saber hasta cuándo considera oportuno quedarse ordenando la casa y si en el pulgarcito de América eventualmente se va a configurar la primera dictadura presidida por un millennial, impecablemente peinado y obsesivo al Twitter.
Nada que ver con los dictadores de antaño. Al menos, en la imagen. Ya veremos si en las formas.