“Nada de su humanidad debe negar el ser humano: ni su lodo ni sus estrellas”
Otto René Castillo
Aunque tiene una hipertrofia de violencia para mi gusto, la película Lucy, escrita y dirigida por Luc Besson tiene una historia que supera con creces muchas de las ficciones: el enemigo que posiblemente extinguirá esta especie no proviene de otra galaxia, no son zombies, ni virus, ni máquinas: es la propia inteligencia humana. Hay una magnífica exposición en la que una de las mayores autoridades en el estudio de la inteligencia compara cómo los avances de los delfines, como el radar, son incorporados por toda la especie, mientras los avances de la humanidad son apropiados por un pequeño segmento de la población. Su conclusión: los delfines son una especie que vive basada en el ser y la humanidad vive en torno al tener.
Después de un conmovedor proceso en el que se muestra cómo sería el cambio en las percepciones y conexiones con el cosmos si desarrolláramos el potencial de nuestro cerebro, se vuelve a plantear el desenlace trillado del mal contra el bien. (En el que por supuesto, el bien es el mundo occidental y el mal viene de oriente)
Yo prefiero las visiones del mundo menos blanco y negro. Prefiero los matices, pensar que en un mismo tiempo y lugar, e incluso a veces, los mismos protagonistas, podemos ser tanto luces como sombras.
Esta semana, por ejemplo, he presenciado al país filicida, el que mata a sus propios hijos. He asistido a absurdas muertes de niños y jóvenes: Santiago, de 11 años, víctima del sistema de salud, a quien la EPS jamás le tomó en serio su dolor de rodilla, hasta que el tumor cancerígeno ya estaba tan avanzado, que hubo que amputarle la pierna y de todos modos murió después de meses de penosos tratamientos, pues la metástasis ya se había extendido en otros órganos. De nada valieron los esfuerzos de su dedicada familia, las visitas de los jugadores del Deportivo Cali, los homenajes y visitas del vecindario. Ya el monstruo Cronos, comehijos lo había devorado…
Como devoró también a Roberto, a quien ni el amor de su familia pudo salvar de una masculinidad basada en la pasión por el riesgo, por transgredir límites y retar la autoridad. Estrelló su corta vida a bordo de una moto de alto cilindraje. Buitres humanos despojaron al cadáver de sus pertenencias y documentos.
Miles de buitres se alimentan de la muerte: grupos armados, empresas, funerarias, buena parte del periodismo.
Y sin embargo, en este mismo país y en esta misma época, hay cientos de personas, sobre todo mujeres, que intentan devolver la dignidad a la muerte. En varias regiones del país, las mujeres rescatan cadáveres de los ríos, los arreglan, les hacen velorios y entierros. En el Putumayo, las mujeres ponen pequeñas fotografías de sus familiares muertos y desaparecidos en los párpados del cadáver, en un ritual que busca recuperar lo que la guerra les quitó: la posibilidad de cerrar el ciclo vida-muerte de manera completa.
En Puerto Berrío, varias personas rescatan los cadáveres del Magdalena y las familias los “adoptan” colocándoles nombres, lápidas, epitafios, rezándoles y hasta recibiendo milagros de su parte.
En ambos casos, las víctimas de la degradación de este conflicto, deciden no ponerse del lado de la venganza y la muerte, no convertirse en buitres, sino brindar a otras víctimas desconocidas el trato que merecen sus propios familiares.
Por iniciativa de algunas mujeres poetas de Cali, hace un año se realizó una acción poética, consistente en escribirle poemas al río Cauca, en un acto de desagravio porque la acción humana lo ha convertido en basurero, cementerio y testigo de la crueldad de una especie que poco logra conectar su capacidad cerebral y su inteligencia para generar bienestar y amor. Y sin embargo estoy segura, que como lo afirma la película Lucy, cuando estas se ponen en función de la compasión, la conexión con las demás personas y los demás seres, nos aproximamos a derivar en una especie que existe para ser con el cosmos y no contra él.
Entonces, empecemos por reconectarnos con nuestros ríos y nuestros muertos, con la posibilidad de la ética planetaria que también nos habita.