Tal vez no alcancemos a medir aún los efectos de la carta que el papa Francisco, cabeza de la iglesia Católica, Apostólica y Romana, envió a los sacerdotes de todo el mundo frente a los abusos de religiosos contra menores de edad, que además era un documento de reconocimiento a aquellos servidores de Dios que no han faltado a sus deberes como seres humanos y como religiosos.
Les escribe a quienes dice llevan el peso de lo que llama las trincheras, del día a día y del calor, “y expuestos a un sinfín de situaciones 'dan la cara' cotidianamente y sin darse tanta importancia, a fin de que el pueblo de Dios esté cuidado y acompañado”.
A esos que se sienten ridiculizados, culpados y hasta señalados pública y secretamente, por crímenes que no cometieron y por eso les da su respaldo y un estatus, recordando las palabras de Jesús al llamarlos no siervos si no amigos.
Deja claro Francisco su no a lo omisión y sí a la solidaridad con las víctimas y las familias por parte de los sacerdotes que conozcan de abusos sexuales, de poder o conciencia. Así mismo, que la iglesia está comprometida con las reformas necesarias para impulsar una cultura basada en el cuidado pastoral “de manera tal que la cultura del abuso no encuentre espacio para desarrollarse y, menos aún, para perpetuarse”.
Así como en el pasado la omisión de la iglesia pareció volverse su forma de respuesta, ahora pide que sea la transparencia, la sinceridad y la solidaridad con las víctimas la que haga parte de la misma y estar más atentos a todo sufrimiento humano.
Uno podría pensar, bueno el papa escribió ese documento por la presión pública, los escándalos que han salido a la luz en los últimos años, las millonarias indemnizaciones para mantener el silencio que ha debido pagar la iglesia, los curas que comienzan a ser encarcelados por acción u omisión frente a los abusos de sus colegas contra niños y niñas. Y tal vez, sí. Pero también porque se da una profunda reflexión de conciencia sobre cuál es el deber ser de un guía espiritual, de alguien que se supone la sirve a la fuerza metafísica y trascendental más importante en la que creen algunos hombres y mujeres. De que nadie, investido de la autoridad, rango o reconocimiento que tenga debe volverse cómplice de un abusador.
Además, hace explícito un lineamiento de que la complicidad frente a ello no es bien vista, no es de un cristiano, no debe darse más y lo bueno es que para muchos religiosos ello será una orden, una orden para su conducta y actuar, y que no sientan que pierden el tiempo, son ignorados o aplastados por el poder Vaticano si llegan a denunciar, a escuchar a las víctimas o a pedir que no se abuse, se toque, se presione a un niño. Que sepan que eso no es correcto hacerlo.
Acabar con el mutismo, la complicidad y el secretismo mantenido por siglos le devolverá a la iglesia, con ese acto de sinceridad, la sacralidad perdida por ese tipo abusos o las relaciones denunciadas del banco de la santa sede con mafias italianas o ciertos gobiernos del mundo señalados de atrocidades a lo largo de la historia, se borre o al menos muchos fieles que se han ido vean con otros ojos este acto de grandeza del papa.
Y digo de grandeza, porque pese a todas las presiones que deben darse a ese nivel, los intereses cruzados, las complicidades creadas a lo largo de tantos años, los círculos viciosos incrustados en la cúpula de esa y muchas más estructuras organizativas como la Iglesia Católica creada y regenciada por los hombres, pues no debe ser fácil dar una directriz como estas, porque los cambios asustan, incomodan y enfurecen cuando tratan de sacar de la zona de confort a muchos.
Una pregunta suelta y en el caso nuestro, lo local, en nuestra hoy calurosa Ibagué ¿qué pasaría con esos abusos?, ¿cuántos habrán?, ¿qué historias no se habrán contado? O por el contrario nunca se darían, por lo cual seríamos todo un ejemplo.
