Todos los medios de comunicación hoy dan cuenta de una noticia triste para la academia y en especial para la comunidad javeriana. El padre Joaco, como lo llamábamos quienes lo conocimos, fuimos sus alumnos o sus amigos, nos deja y se va de este mundo, con la tranquilidad que lo caracterizaba y la alegría que hasta último momento hizo que su vida fuera un ejemplo de empatía, entusiasmo y empuje. Ya lo decía en alguna entrevista concedida a Ethos, el canal de la universidad: “Debo confesar que no me arrepiento de haber vivido los años que he vivido. Estoy feliz. Y estoy feliz por una razón: he hecho muchas cosas gracias a Dios. Todavía tengo el goce de la vida, eso no lo he perdido. El sonreír y el disfrutar de las cosas que Dios me ha dado”.
Cuando entramos a estudiar, la universidad se preocupaba porque sus estudiantes se sintieran en casa, o por lo menos que el cambio del colegio al alma mater no fuera tan traumático, ya fuera por el anhelo de comerse el mundo, o por el susto de tener la certeza de que ese era el camino elegido, la carrera elegida y la misma vida elegida. No todos tenían y tienen el privilegio de la educación superior en una universidad que ha formado hombres para la ciencia y el servicio del país, como reza su eslogan.
Con Joaco compartimos momentos extraordinarios. La Facultad de Comunicación Social era distinta a todas: todo se podía, todo era posible desde la rigurosidad y el conocimiento de realidades; todo se analizaba y se debatía. Las clases eran impartidas por un lujo de profesores enriquecidos de conocimiento y de verdad. Ya recordamos hoy a nuestro Horacio Calle, el tigre de la anticultura, pero a él se sumaron otros tantos que mencionarlos es volver a recrear momentos casi icónicos. Yo recuerdo en particular a la profesora Ana María Lalinde, a Adriana Larotta, a Darío Fernando Patiño, a Fernando Vásquez, a Mauricio Vargas, a Carmenza en estadística, a Jaime Abello, en fin, la lista es larga. Cátedras en propedéutica de la comunicación, periodismo deportivo, fotografía, cine, televisión, redacción, ética, y toda la gama de contenidos de formación humanista en una época donde la teoría de la liberación estaba en su furor.
Teníamos una revista: Cuartillas de comunicación. Todos escribíamos sendos artículos con la gracia de un nivel intelectual acorde con el sueño de ser graduando. Los trabajos eran complejos, exigían lectura e investigación, y algo de creatividad. Hacer una película —que a propósito nunca entendí—, fue una de las tantas cosas que la universidad y la facultad nos posibilitó con sus maestros y con el reto de formar personas críticas, útiles, con sentido de servicio y sin límites en su desarrollo académico.
Así como se estudiaba, se podía compartir ratos de ocio. Para el padre Joaco, las bienvenidas de primíparos era un momento muy importante por la integración y el paso al mundo real que incluía un poco más de libertad. Nosotros aprovechamos muy bien esos encuentros: paseos, fiestas en el coliseo, puestas en escena en el auditorio de Pablo VI con conciertos, obras de teatro y todo con una programación que destacaba los talentos de los estudiantes; algunos insospechados.
El padre Joaco gozaba con sus estudiantes. Su alegría rompía esa parsimonia del reverendo para acercarse a un amigo, a un cómplice de sueños. Para él, un maestro debía tener un componente muy especial que le permitiera llegar a la gente: "El que no le llega a la gente no puede ser buen maestro, para ser un maestro se necesita ser muy buen comunicador y tener ese carisma". Reflexión que ahora le deja a todo el cuerpo docente, como lo señala hoy el Diario La República.
A nosotros sus alumnos nos queda el recuerdo grato del privilegio de su amistad y sus buenos momentos. ¡Buen viaje, padre Joaco! Y saludos a Horacio... suerte en ese reencuentro.