Buen viaje, Gabo
Opinión

Buen viaje, Gabo

Por:
diciembre 29, 2014
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Más que la primera vez que leí algo de Gabriel García Márquez —“Relato de un náufrago”, creo— me acuerdo sobre todo de la primera vez que fui a la Colombia de la que él escribió.

Porque muchos de los que tenemos mi edad, no vivimos en esa Colombia de chiquitos, sino en ciudades, yendo de vez en cuando a una finca a la que sí se podía, pero pocas veces a dormir y siempre devolviéndonos antes de que nos cogiera la noche. Así, me acuerdo bien de cuando vi que los ríos en la Sierra Nevada tienen dos corrientes, la de agua y la de mariposas amarillas, o de cuando vi que el país esta lleno de esas matronas —gigantes e imponentes, vestidas casi siempre con una túnica con patrón floreado que les da a los pies— que lideran tribus de hijos y cocinan dulces de ñame y fríjol que venden a los turistas (como yo) en unas chozas en las que se escucha vallenato.

Me acuerdo también de que, si bien no he visto barcos en la mitad de una sabana, aunque no me sorprendería, he visto puentes, o tramos de autopista y he oído hablar, de buenas fuentes, de piscinas de olas en la mitad del Llano. Me sonreí para mis adentros, cuando relacioné que en mi familia también hay dos o tres nombres (como quien dice Arcadio, José y Aureliano) que se repitieron en todas las ramas y generaciones constantemente, estirando al máximo las posibles combinaciones, acaso durante cien años.

En suma, creo que leer a García Márquez me enseñó a querer un país —que insisto siempre que le cuento a un extranjero, existe casi tal cual como el lo escribió— antes de que yo pudiera visitarlo. (Sobra aclarar, pero quien quita, que de chiquita era una lectora cuasi compulsiva, y que todo esto debió pasar cuando yo tenía no sé, 12 o 13 años).

No obstante, al mismo tiempo fue una forma de ver por primera vez la eterna paradoja —que no sé como conciliar aún— entre el encanto del folclor y los estragos de la desigualdad y la pobreza. Esa matrona que anda decalza y que no mandó a sus tantos hijos (propios y adoptados) al colegio hasta el final. Esas jóvenes que a mi edad ya pareciera que tienen el destino escrito y pocas vías de escapatoria. Porque esa es otra cosa que se entrelee bien, y que es curiosa de nuestra cultura, en la obra de GGM. Ser mujer, de señora adulta y gorda, es una situación de poder y prestigio, como Úrsula en Cien años de soledad. Pero la escalada es dura, y muchas veces pasamos de ser objeto de enamoramiento apasionado a objeto para tantas otras cosas. Afortunadamente, las penas de la juventud valen la pena porque envejeceremos para ser jefas de familias de hombres —nuestros hijos, todos unos machitos— y mantendremos ese esquema: aguanta y luego te aguantarán.

Y eso se refleja en tantas cosas, tantos días, en todas partes. Es impensable que para tantas personas sea concebible tocar a una mujer en Transmilenio, o poner a una mujer en situación de incomodidad tocando(se) estos temas en taxis o, porque no, quemar la piel de una mujer porque si no es mía no puede ser de nadie. Para colmo de males, hablar y escribir al respecto desata un efecto dominó y son mas los episodios, como si alimentaramos a depravados esperando una idea.

En fin, me confunde pensar que si tuviéramos un país menos desigual y más respetuoso no hubiera sido terreno fecundo para una bellísima obra, como la de Gabo. No querría tener que hacer la concesión de que para que haya arte, tiene que haber una profunda indignación. No creo, en realidad. Pero a lo mejor demostrar eso es una tarea que nos queda a nosotros. Por ahora, buen viaje, Gabo.

Fecha de publicación original: 21 de abril de 2014

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