Rememorar instantes vivenciales de impacto, eludiendo la inevitable reconstrucción de los vacíos de la memoria, nos permite alcanzar una dimensión llana y a medida.
Mi primer contacto con Ángel Loochkartt fue en el año 1975, para entonces, yo era estudiante de Bellas Artes en la Universidad Nacional de Colombia y él era mi maestro de dibujo. En aquel momento nació una amistad que perduró altiva por los siguientes 44 años.
Difícil tarea enumerar los muchos momentos de contacto y las muchas situaciones que sorteamos juntos. Algunos viajes a Barranquilla, innumerables desplazamientos a Villa de Leyva, encuentros accidentales e insospechados como, aquel en Panamá del año 1985, cuando Ángel regresaba a Bogotá de Cuba y yo hacía lo mismo desde Costa Rica. Nuestras intensas sesiones de trabajo gráfico, en las que desarrollamos múltiples proyectos. Los distintos años nuevos, acompañados con algo de aroma etílico. Semanas y semanas seguidas durante las cuales no renunciamos al contacto telefónico. Amigos y amigas comunes. Batallas de la vida todas que, configuran conexiones intrincadas de definir, pero que ciertamente permanecen y de alguna manera trascienden.
Dejando atrás la innecesaria lisonjería y cualquier intención apologética, común en estos casos; algo que Ángel no necesita, pues tuvo más que ganado un lugar propio como ser integro, muy humano, siempre lleno de buen humor y ante todo poseedor de esa inmensa generosidad al compartir permanentemente su pasión por el arte y la vida. Hoy me sobrepongo a la aflicción que me embarga con su partida, al saber que compartí y aprendí mucho de él, durante este pequeño recorrido que la vida nos regaló.
Buen viaje.