La primera vez que escuché que alguien se había suicidado fue en Barranquilla. Una adolescente desquiciada, porque su mamá no la dejó ir a un concierto de música, se tomó una botella de Baygon, un líquido mortal para matar insectos. Tanto fue la moda de matarse con Baygon en los años noventa en mi ciudad que un adolescente de mi barrio, para demostrarle su amor a una vecina, cada vez que se emborrachaba amenazaba con vehemencia con tomarse el insecticida si ella no le correspondía. Nunca se mató. Ya han pasado muchos años después de eso, pero hace dos meses la tragedia de mi vecino en el octavo piso en mi edificio en París me ha vuelto a recordar el escándalo moral que despierta la decisión de aquellos que han decidido matarse.
Un lunes a las nueve y treinta de la mañana del mes de junio un vecino de setenta y cinco años estranguló a su esposa y una hora después se tiró del octavo piso de su apartamento en el XVI arrondissement de París. Sobre la mesa de noche el hombre dejó una carta caligrafiada remitida a su hija para confesarle que hacía una semana se había enterado de que un cáncer arrasador lo mataría en menos de un mes. Ante la inminencia de la muerte y la depresión severa de su mujer, la cual le impedía valerse por sí sola, mi vecino decidió estrangularla. Sin embargo, lo que no se explicó en la nota suicida fue por qué el cuerpo sin vida de la mascota de la familia, un pequinés llamado Tintín, estaba estrellado como un asterisco al lado de su amo. La pregunta que nadie pudo responder en los diarios locales de París fue si el hombre se lo llevó en volandas hasta el piso o el perro también se suicidó. Matarse es el precio que tenemos que pagar algunos humanos por la consciencia que tenemos sobre nosotros mismos, y es un acto genuinamente humano presente en todas las sociedades del mundo. Por el contrario, los animales no son conscientes de que son mortales, pero si se les somete a ciertas circunstancias específicas pueden inflingirse dolor hasta morir.
Andrew Solomon, en su libro ganador del National Book Award y finalista del Pulitzer , El demonio de la depresión, trata de responder sobre los estragos de la depresión en el cerebro y la vida humana. Su investigación lo lleva a escribir un mortal capítulo sobre el suicidio, tal vez, como él mismo lo afirma, para explicarse por qué se le enciende la idea de beber una botella entera de whisky y luego rasgarse las venas de un solo tajo con una cuchilla de afeitar. Además de la medicación, lo único que le impide matarse, afirma Solomon, son sus hijos y el amor de su marido.
Más allá de la reprobación moral o religiosa con la que se analiza al suicida, Solomon intenta explicar que en todas las sociedades existe un porcentaje de personas que están programadas a quitarse la vida por una serie de circunstancias biológicas y de contexto. A mí lo que me parece sorprendente, leyendo a Solomon, es que cualquiera en nuestra familia o círculo de amigos, pudo haber estado pensando esta mañana, mientras tomaba un café, sobre las formas más efectivas de matarse. Al parecer entre las personas más susceptibles a matarse son aquellas que tienden a ponerse metas demasiado altas y no saben afrontar el fracaso. También aquellas que viven en el constante reproche o el examen de sus acciones. Entre las personas de ciencia, hombres de negocios, compositores, escritores y artistas, la probabilidad de matarse es cinco veces mayor.
De igual forma, las personas en cuyas familias ha habido un suicidio, existe una mayor tendencia al suicidio, ya que se vuelve concebible lo inconcebible. Entre los adolescentes se puede volver una "moda". Por ejemplo, la publicación de la novela de Goethe, "Las desventuras del joven Werther" produjo en 1774 en toda Europa una ola de suicidios de adolescentes imitando al protagonista. También la muerte de un personaje famoso. Después del suicidio de Marilyn Monroe, la tasa de suicidio de ese año aumentó en un doce por ciento en los Estados Unidos.
En los Estados Unidos, el suicidio es la tercera causa de muerte entre los ciudadanos y la primera entre los universitarios. Lo que las estadísticas oficiales no muestran, señala Solomon, es que entre 1987 y 1996 murieron más personas por suicidio que por el Sida. Por el contrario, los griegos siguen presentando la tasa más baja, lo cual se explica, supuestamente, por sus días soleados. Pero la verdadera razón podría ser que la iglesia ortodoxa prohíbe que los suicidas sean sepultados en tierra sagrada, razón suficiente para que los allegados mientan y no hablen de suicidio. Andrew Salomón dice: “En aquellas sociedades en las que el nivel de reprobación es más alto, el número de suicidas que se denuncian es menor”
Kay Jamison también escribió un desgarrador libro, Nigth Falls Fast, sobre las formas de suicidio a partir del estudio de los archivos clínicos de los hospitales en Estados Unidos. Entre las asombrosas formas de matarse están, por ejemplo, beber agua hirviendo, introducirse un palo de escoba en la garganta, clavarse agujas en el vientre, tragar cuero y hierro, arrojarse a un volcán, tragar dinamita, brasas ardientes, ropa interior o de cama, estrangularse con la propia cabellera, usar taladros eléctricos para agujerarse el cráneo, caminar por la nieve sin abrigarse, inyectarse aceite o manteca o mayonesa en el torrente sanguíneo, ahogarse en una balde lleno de vinagre, asfixiarse en una nevera y, ¡Dios bendito!, estrangularse con un rosario. En Estados Unidos, las personas se matan con armas de fuego y con barbitúricos por la facilidad con que armas y medicamentos se pueden conseguir. En la India, en Punjab, se tiran al tren, y en China, las mujeres prefieren matarse con fertilizantes. La tecnología moderna ha hecho que el suicidio sea menos doloroso, por ejemplo, cuando Inglaterra sustituyó el servicio de gas de coque por el gas natural, menos tóxico, el suicidio con gas se redujo de 2, 368 a solo onces casos. Lo que quiere explicar el autor es que la limitación de los medios para matarse ayuda a que la idea se diluya en la mente del suicida antes de pasar al acto.
Según Solomon, el suicidio no tiene una lógica. Y al parecer los testimonios de las personas que han sobrevivido así lo demuestran: el ochenta y cinco por ciento de los que son rescatados se arrepienten, pero casi el setenta y cinco por ciento, intentará matarse entre ocho y quince veces hasta alcanzar su cometido. La mayoría de los estudios en los que se basa el autor, han demostrado que el suicidio puede ser catalogado como una enfermedad mental, un estado de consciencia transitorio, provocado por el estrés extremo, acompañado por consumo de alcohol, por la ansiedad de una enfermedad médica grave y por acontecimientos vitales negativos, por ejemplo rupturas amorosas o pérdida de empleo. Cuando un individuo entra en situaciones de estrés crónico y no sabe afrontarlas, sus acciones y pensamientos dependen del secreto concurso de los neurotransmisores en el cerebro. A partir del análisis del cerebro post mortem, Salomón afirma que los investigadores han determinado que los suicidas presentan un bajo nivel de serotonina, sustancia química que transmite señales entre los nervios, cuya ausencia puede impulsarlos a actuar de manera impulsiva y violenta.
El suicidio no es lógico, insiste Solomon. No se puede buscar una razón, y debe hacerse la distinción entre la idea de querer morir, querer estar muerto y querer matarse. No es lo mismo: para que alguien se mate, se necesita un tipo de pasión y fuerza producto de la desesperación y, sobre todo, la convicción de que al final del día el sufrimiento seguirá ahí, a nuestros pies, como un oscuro perro negro. Kay Jamison habla en su libro de su propio intento de suicidio y dice que el amor, que era mucho en su familia, no era suficiente. Ni la familia, ni el dinero, ni el éxito profesional podía “atravesar de manera viva el caparazón de su existencia”. Se sentía una carga para los demás.
Solomon y Jamison coinciden en decir que una persona deprimida, con comienzos de ideas suicidas, debe hablar y buscar ayuda profesional. Si la persona se queda callada y encerrada en su propio malestar, está cavando su propia tumba. Y eso es muy importante: hablar. Solomon insiste en afirmar que la ayuda de un profesional, y la compañía incondicional de los amigos y la familia son fundamentales.
Solomon dice además que, dentro de su investigación por diferentes lugares del mundo, la historia que más lo asustó fue aquella de un hombre atractivo, exitoso y felizmente casado. Este hombre había decidió abandonar la medicación contra la depresión y luego, su mente comenzó a coquetear con la idea de la autodestrucción. Una mañana, después de que su esposa se fue al trabajo, él comenzó a ejecutar el plan que había organizado unos días antes: ingerir de manera sistemática dos frascos de Tyanol. Luego llamó a su esposa para despedirse. Se enfureció con ella y le colgó. Antes de la media hora llegó la policía y el hombre intentó persuadirlos de que su esposa estaba jugándole una broma pesada. Buscó matar el tiempo ofreciéndoles café mientras el efecto de las pastillas hacía su efecto letal. Sin embargo, los policías le dijeron que ellos habían sido prevenidos por un intento de suicidio y que debía acompañarlos a un chequeo médico. Cuando este hombre contó su testimonio a Solomon, dijo: “No sé por qué deseaba morir, pero puedo asegurarle que ayer ese desenlace me parecía perfectamente lógico”.
Cuando terminé de leer el libro de Andrew Solomon, me encontraba en el sur de Francia en un viejo caserón del siglo XVII de un amigo francés. Un enorme árbol de casi doscientos años, un hêtre pleureur, en español, un haya llorón, abría sus enormes ramas como un pulpo gigante escondiendo la vieja mansión en sus ramales. Desde la ventana de la habitación en la cual me encontraba, la más alta de la casa, se podía tocar uno de sus poderosos tentáculos suspendido en el aire. La tarde que terminé de escribir esta nota, mi amigo subió a la habitación con una tetera blanca de porcelana y dos tazas. Mientras servía el té, le contaba que aún no tenía el título para mi nota. Y por esas serendipias que solo nos ocurre a los que nos gusta escribir, mi amigo francés me dijo atónito que era curioso que yo hubiese escrito una nota sobre el suicidio justo en frente de la rama donde tres generaciones de hombres de su familia se habían amarrado una soga al cuello y luego saltaban al vacío.
Cerré mi computador abriendo los ojos y le dije en un tono de humor que lo mejor era cortar la rama para que a nadie más de la familia se le ocurriera colgarse. Pensé que mi amigo, que tiene un finísimo humor negro, me llevaría la corriente. Pero no fue así. Él se acercó a la ventana, de espaldas y muy serio, me dijo que eso era, en efecto, lo que siempre había hecho su familia después de cada una de las tragedias. Pero la rama a la vuelta de los años volvía a crecer cada vez más gruesa, cada vez más resistente. Cada vez más mortal. Mi amigo hizo una pausa y miró el silencio escondido dentro del follaje del árbol y dijo: "En esa gaveta— señaló con un dedo el escritorio donde me encontraba —están las tres notas escritas de mis ancestros antes de matarse". Al escuchar esto, me puse de pie para buscar mi taza de té y pedir, por pura curiosidad periodística, el contenido fatal de las cartas. Cuando volteé, ahí estaba la larga figura de mi amigo acariciando, como si fuera el tentáculo de un viejo y enrabiado animal doméstico, la gruesa rama del árbol con su mano.