Puntos claros:
Las condiciones de Colombia coinciden con las de los países donde se han producido disturbios y protestas; el origen y punto común es el agotamiento del modelo neoliberal; el efecto contagio era previsible.
Ha sido la mayor manifestación de protesta desde el 9 de abril: más grande en amplitud pues participaron todos los sectores (sindicatos, gremios, estudiantes incluyendo las universidades ‘de élite’, sector salud, indígenas, campesinos, etc); más grande en diversidad de reclamos; y con más continuidad o persistencia en el tiempo.
Es la expresión de inconformidad que tiene la población por las condiciones de vida que se les ofrece en cuanto a empleo, salud, expectativas de educación, etc.; una protesta contra el gobierno y en especial contra la forma de gobierno del presidente; un rechazo a la institucionalidad en conjunto.
Coincidió en un interés generalizado por crear el pánico: quienes buscaban ‘desestabilizar el país’ por ser su propósito último; y desde el gobierno y el ‘establecimiento’ sobredimensionaron el ‘peligro’, ya fuera porque creían de verdad en lo que divulgaban o por estrategia para justificar un montaje para responder con medidas represivas. Los medios y las ‘redes sociales’ hicieron de caja de resonancia multiplicando rumores y fake news que crisparon los nervios de la población.
El choque entre ‘vandalismo’ y fuerza pública cumplió esa ‘profecía autocumplida’, copando el mundo noticioso y desplazando el protagonismo de lo que significaba y expresaba la población en la calle.
Se volvió un tema de orden público lo que es una crisis política y social. La violencia desplazó el mensaje y el debate que proponían los marchantes.
La muerte de Dilan Cruz no es el único caso de desbordamiento de la violencia; hubo otras muertes, uno por suicidio y otra por bala perdida; las agresiones contra las fuerzas del orden dejaron centenares de heridos; pero ese caso se convirtió en el símbolo del paro, y la justificación o pretexto para su continuación.
Confusa y difícil puede ser la explicación de qué ha pasado o porqué ha pasado, y lo que queda es una competencia por ver quién manipula más la información para que su interpretación se imponga.
Pero conclusiones paralelas sí parecen más fáciles y más claras:
Una reducción mayor de la capacidad de maniobra -es decir, de gobierno- desde la Presidencia; una mayor dificultad -si no imposibilidad- de tramitar la agenda que tenía: ya no podrán defenderse las propuestas de reforma pensional, reforma laboral, reforma tributaria, etc.; más incertidumbre y mayor riesgo en relación con la economía (como se alteran las proyecciones, y sobre todo cómo reaccionan las calificadoras de riesgo); disminución si no corrida de la inversión extranjera. Etc.
Pero lo peor, una mayor polarización alrededor de un presidente que suscita toda clase de controversias en cuanto a la bondad de su gestión pero pocas en cuanto a sus características: dependencia y vínculo con quien lo nombró (recuérdese ‘el que diga Uribe’); improvisación en la dirección por falta de experiencia y trayectoria en los asuntos públicos; falta de sintonía -supuestamente por deficiencias de comunicación- con la ciudadanía. Duque parece contar más con su facilidad de palabra que con sus acciones de gobierno: no conecta fácilmente con el lenguaje del país al punto que para abrir el diálogo que la población pide lo propone cambiando la palabra por ‘una conversación’ (no se sabe si es algo deliberado porque entiende algo diferente); una tendencia sorprendente de escoger la palabra, acto u opción inapropiada para responder en los momentos que más se espera de él.