Es de alarmar la desgracia en la que ha caído el gigante del sur y las consecuencias mundiales que puede acarrear de confirmarse en la votación del 28 de octubre. Solo el improbable y milagroso recurso a las urnas de los electores que aún no han sido envueltos en la degradación política podrá detener el arribo al poder en Brasil de Jair Messias Bolsonaro.
Salta a la vista lo más obvio: esta experiencia extrema es afín a otros fenómenos, pese a las diferencias. Con Chávez-Maduro, Trump, Putin, Orban, Erdogan, Kaczynski, Duterte, la Liga del Norte, el Brexit, por señalar algunos que se han hecho del poder y otros que acechan en Alemania, Austria, Suecia, Holanda, Francia y otras partes del mundo. En cada caso se había llegado a la falsa convicción de que la democracia liberal había llegado para quedarse. En unos países porque la democracia era sólida y en varios casos centenaria, en otros porque habían dejado atrás modalidades de autoritarismo o totalitarismo y adoptado instituciones democráticas con amplio consenso popular.
Los gobiernos de Lula (2003-2011) y Dilma Rousseff (2011-2016) provocaron la reacción adversa de amplias franjas de las clases medias y altas debido, principalmente, a sus políticas distributivas. El efecto de las políticas para combatir la pobreza y la desigualdad fue contundente. El Coeficiente de Gini bajó siete puntos entre 1993 y 2015. Hacia 2004 el Banco Mundial había informado que Brasil, con la mayor población de América Latina (209 millones), era el país puntero de la desigualdad en la región. Once años después, el mismo Banco anunciaba que la pobreza había disminuido: 25 millones de personas salieron de la pobreza extrema o moderada. Además, mejoraron considerablemente el crecimiento, el empleo y el salario. Esto significó la ampliación de las clases medias o, mejor dicho, la creación de una nueva clase media que arribó a los beneficios del consumo, la salud, la educación y otros bienes públicos a los que antes no tenía acceso. Amplios segmentos de las clases altas y medias preexistentes tuvieron una reacción que empata con lo que pasa en otras partes del mundo: acendraron y enderezaron su clasismo y su racismo contra los recién llegados. Podemos decir que la repulsión antiinmigrantes se expresó, en este caso, como rechazo a una migración interna en la escala económica.
Toda acción, toda política pública, toda decisión de gobierno acarrea consecuencias no buscadas. El cambio social en Brasil fue recibido por la derecha con una campaña mediática feroz para desprestigiar al PT antes y después de haberlo descarrilado del gobierno. Este partido y sus dirigentes, Lula y Dilma incluidos, tienen parte de la responsabilidad histórica al haber realizado acciones fuera de la legalidad que se les regresaron en el boomerang de una derecha encarnizada en contra del cambio. Entre otras razones, esta es una de las que explica por qué Bolsonaro se ha situado a las puertas del Palacio de Planalto.
Así como el populismo fallido de Chávez-Maduro, y el de Trump en Estados Unidos, el caso de Brasil debe ser analizado cuidadosamente en el vecindario latinoamericano. La enseñanza obvia es que todo gobierno progresista que busca activamente la inclusión a la ciudadanía económica y social de los grupos marginados provocará una fuerte reacción en contra que debería enfrentar desde el primer momento de su actuar. La descalificación como "enemigo" de los sectores opuestos al cambio no hace sino postergar su reacción virulenta una vez que pueden ocupar el espacio de poder. Si la "izquierda" en gobierno no tiene una política de integración de los polos opuestos provoca la destrucción del sistema democrático mismo, que es el que le permite llegar al poder. Si la izquierda no rompe con el izquierdismo y el leninismo genético, toma en serio la democracia constitucional y se hace cargo de la responsabilidad del gobernante de canalizar la representación de los todos, incluidos los contrarios, volteará al electorado en su contra y pondrá en peligro la democracia misma.