Bowie

Bowie

El escritor Sandro Romero Rey evoca al genio fallecido hoy a los 69 años y le agradece no sólo sus canciones sino sus rutilantes apariciones en el cine

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enero 11, 2016
Bowie

Yo no recuerdo en qué momento llegó David Bowie a mi vida, yo no recuerdo por qué razones nos juntábamos un puñado de zombis, como una sociedad secreta, en el desaparecido Cali de los años setenta, a escuchar (sí: a escuchar) los discos de un músico interplanetario, cuyos álbumes caían del cielo, porque en los almacenes de música ni siquiera identificaban su nombre.

Los años pasaron y Bowie, en medio del tumulto de nuestras mediocridades, se imponía con sus canciones de hombres que caían a la tierra o de héroes que vendían el mundo. Y claro, fuimos felices. Las mejores fiestas de mi existencia fueron con “Let’s Dance” y “Dancing In The Streets” y “Fame” y “Young Americans”, mientras bailábamos encima de las mesas para luego terminar llorando debajo de las camas con “Ashes To Ashes” o “Space Oddity” o “Cat People” o “Changes”. Pasaba el tiempo y uno no se preocupaba por la muerte de los inmortales, porque ellos siempre estaban ahí, sorprendiendo con unos álbumes inverosímiles cada cierto tiempo y enriqueciendo la tristeza del cine con disfraces de carnavales diseñados más allá de la vía láctea.

A las dos de la mañana del 11 de enero del año de la desgracia de 2016, sonó mi celular. Contesté y no me habló nadie. En la pantalla, se anunciaba el final de la vida de David Bowie y pensé que se trataba de otro de los tantos hoax que ya no sorprenden ni a las falsas víctimas. Era demasiada coincidencia que alguien que acaba de publicar un álbum de despedida titulado “Blackstar” termine su periplo como si todo estuviera diseñado para ser genial desde el día de su nacimiento. Pero no podía coincidir la misma mentira en 20 diarios del planeta Marte.

Recordé la exposición del Victoria & Albert Museum, que le ha dado la vuelta a medio mundo, en la que se veían los trajes y los maquillajes, los videos y las pantomimas de Bowie, uno de los más grandes actores de la historia del teatro y no pude evitar una sonrisa de triunfo. El joven David Jones, nacido en Brixton, ese barrio de Londres donde las fiestas empiezan a las doce de la noche y terminan a las doce del mediodía, supo hacerla de manera perfecta.

Mientras el pasaba de Angie a Iman, mientras actuaba para Nicolas Roeg o para Nagisa Oshima, nosotros acá, bajo su manto, conquistábamos novias o perdíamos amores gracias a sus canciones, le subíamos el volumen a nuestro inglés de extraterrestres y brindábamos de felicidad, confiados en que existían astronautas como David Bowie que sabían conducirnos a galaxias seguras. Ahora que se ha ido, ahora que se me desordenan en la cabeza sus apariciones junto a David Gilmour, a Queen, a The Arcade Fire, ahora que el mundo debe continuar su curso hasta su desastre final, no nos queda más remedio que cerrar los ojos y repetir de memoria las cien, las doscientas canciones de un repertorio que hizo estallar la bolsa de los mercados del mundo y con sus ojos de dos colores nos enseñó que, al menos por un buen rato, se puede detener el tiempo.

Cuando se murió John Lennon en 1980, lloré por última vez la desaparición de un músico. Ahora ya no lo hago. Y mucho menos oigo sus canciones por un buen tiempo. Es un peligro. No quiero ni imaginarme lo que va a suceder con el final de los que siguen. El turno le tocó a David Bowie. Él, al igual que los ángeles rebeldes, estaba diseñado para escupir la eternidad. Pero nadie puede imponerse a la negra luz de las estrellas.

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