La gente de los pueblos y zonas marginales de las ciudades los recuerda bien, los conocen bien. Grupos armados, caminando con aires de moral y justicia, usualmente con un cigarrillo en la mano y algo de aliento de cerveza o aguardiente en la boca, que decían o mandaban decir que ese pelo largo, ese arete, ese cigarrillo de marihuana o esa forma de vestirse, no estaba bien. Que no estaba bien y que mejor dejara de hacerlo antes de la tercera advertencia, o tocaba pasar por la pena de, con todo respeto, matarlo, piropo hp. La moral y la justicia fincada en lo adjetivo del vestir , del lucir o del consumir. La moral y la justicia del que mataba, sin mayores miramientos, a campesinos para entregarlos al nivel superior de moral y de la justicia, el legal. Los que despedazaban con motosierras y violaban como reafirmación, dictaban, dictan la moda y la expresión personal, porque había que ser decentes, señores.
Por estos días la Policía Nacional, muy pro activa, muy diligente, ante el cambio temporal de alcalde (encargo que seguramente no va a durar 15 días si se sigue lo que la ley manda) decidió aplicar a su criterio una directiva de entornos limpios y arrancó a borrar, con el color gris cemento de la ciudad anónima, grafittis murales, hechos en espacios que habían sido concertados entre los grafiteros y el alcalde recién destituido. Según el coronel Juan Carlos Vargas, comandante operativo de la Policía “hay algunas pinturas que han hecho en estos sectores, que no se pueden considerar grafitis; no tienen una forma muy profesional, sino al contrario, tienen palabras inadecuadas”. Palabras inadecuadas, imágenes inadecuadas, arte adecuado. Lo adecuado dictado por una fuerza armada. Me hacen recordar la anécdota que cuenta Alfredo Iriarte en Bestiario Tropical en la que un dictador de derecha centroamericano de los 40, no recuerdo cual, invita al muy célebre Pablo Neruda a dar un recital, pero, dada su conocida tendencia izquierdosa, parapeta a un soldado con la orden de disparar a su parecer si escucha al poeta decir algo con tinte de revolucionario o comunista. La vida del poeta en juego ante el criterio poético y político de un soldado. Lo sustantivo e irreparable dispuesto a ser borrado si se expresa en disconformidad con un cierto criterio.
Puede parecer exagerada mi comparación y tal vez si lo sea, pero no es inadecuada, mas en esta ciudad en donde ya, además de por los motivos “tradicionales” (y digo “tradicionales” en forma dolorosamente irónica), se ha matado a un grafitero en un incidente triste en el que un muchachito que pintaba gatos con aerosol en las paredes de los puentes sintió que debía correr como delincuente cuando un patrullero -otro muchachito, pero armado- decide dispararle al que huye, para, luego de caer en cuenta del error de juicio, intentar dar un falso positivo con el apoyo del alto mando de la institución que tiene por lema “Dios y Patria”, así, en mayúsculas. La vida, que tiene un humor negro demoledor hizo que un año después, una cámara grabara a esa misma Policía Nacional permitir y proteger a otro muchachito, rockero (¿?) y consumidor de estupefacientes, pero extranjero y famoso, mientras pintaba una inocente hoja de marihuana con un texto: Relax.
Es curiosa la rápida decisión policial de una normativa que pide limpiar la ciudad para, siguiendo la teoría de la “ventana rota” que dice que el vandalismo que no se repara trae más vandalismo, empezar la recuperación de Bogotá. Recuperar Bogotá, como si ya Bogotá no estuviera en dicho proceso. Al parecer la acepción que toma la Policía no es la de recuperar como “volver a un estado de normalidad después de haber pasado por una situación difícil” , sino recuperar como retomar militarmente, con el consiguiente borrado de la cultura perniciosa que comienza a afianzarse. ¡habrase visto, pintorretear paredes que otrora fueron de un hermoso gris cemento¡
En un mundo entendido dentro de la lógica del mercado, que permite todo en tanto que no se llame a pérdidas económicas, a una actividad artística que decora y permite expresión sin cobrarle un peso a nadie (aunque las obras murales más grandes fueron pagadas por el Distrito a los ganadores de un concurso) se les restringe, no cobrándoles impuestos -como sería la lógica capitalista- sino borrándolas, exterminándolas, sin mediar concertación.
Curiosamente el proceso, que había sido un logro de la Secretaría de Cultura con un gremio naturalmente subversivo y contestatario como el de los grafiteros, ya era, es, uno de los principales atractivos de la ciudad. Los montones de turistas nacionales o extranjeros no se van de la ciudad sin tomarse una foto al lado de los nuevos rasgos de identidad de esta ciudad que es el laboratorio de un nuevo país que está por amanecer.
Colombia toda se halla en un punto trascendental de su historia: está a punto de dar fin formal a un conflicto armado que ha abarcado en su última etapa casi un cuarta parte de su historia republicana. La guerra civil, el ataque terrorista, la guerra de liberación (según quien lo mire, pero, igual con un espantoso historial de muerte y destrucción) más antiguo de esta Tierra. Y al igual que cualquier adolescente que comienza a sentir que su cuerpo cambia hacia la adustez mientras su cerebro infantil recibe la descarga despiadada de las hormonas y no sabe dónde pararse, si en la cómoda, divertida pero dependiente niñez o hacerse respetar y demostrar sus superpoderes de adulto recién nacido, a Colombia le están saliendo unos colores extraños y hermosos y no sabe que hacer con ellos. No sabe si exterminarlos como una peligrosa muestra de la “terrible” anarquía del que no obedece a las autoridades o darles paso para construir nuevas lógicas, nuevos acentos y discursos que hasta ayer encajaban en el genérico de jipi-mamerto-revolucionario-comunista, todos entendidos como una ofensa y un peligro inminente.
Bogotá, y muy particularmente esta Bogotá que llevó Petro a la alcaldía (ojo, no que “es” de Petro, sino que escogió a Petro) es quizás el punto de inflexión de este nuestro imaginario de guerra perpetua, en donde todo se arregla a los trancazos, demandando, pidiendo respeto a los putazos, mandando a los de la moto, usando las influencias que tengamos en los poderes o dejando de hablarse. Esta Bogotá que incluye y visibiliza a los que piensan, aman, cantan, pintan, escriben o se visten distinto a lo que manda Libertad, Familia y Tradición o el Opus Dei, es una propuesta peligrosa para los que no te dejan entrar a su club si no llevas corbata. Para los que rezan en público para que las fuerzas del orden hagan respetar lo instituido a punta de bombardeos y desapariciones.
Para su infortunio (aparente, ya lo entenderán) “no hay fuerza más poderoso que una idea a la cual le ha llegado su hora”. Y a la idea, extraña e impensable para quienes siempre hemos vivido en la guerra, de vivir en paz, abrazando la diversidad como un bien preciado y no como un atentado a la uniformidad, le ha llegado su tiempo. Y tendremos que encontrarnos corbatas y camisetas, melenas y pelos rapados, indios, negros, blancos y mestizos, creyentes y ateos, heteros, homos e indefinidos, para decirnos que al final, a la final, parce, mi estimado, siendo tan distintos no somos tan lejanos. Todos humanos, todos mortales, todo queriendo disfrutar del parpadeo que es vivir. Nada más.