El reloj de mi teléfono móvil marcaba las 11 horas del jueves 5 de febrero del 2015. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que por estos días sigue estando menos furiosa que el resto del año por las vacaciones de verano, nos brindaba una mañana fantástica. En el cruce de la mítica Avenida Corrientes y Agüero, en el corazón del barrio que convirtió en leyenda a Carlos Gardel, se encontraba este humilde servidor esperando a que el semáforo cambiara de color para poder continuar con la caminata que lo llevaría al departamento desde donde escribe este texto. Pero algo tremendo iba a suceder y nuestra bandera iba a ser la principal protagonista del suceso. Algo que le quiero contar a todos mis lectores.
Mientras yo esperaba a que la señal de un caminante en color verde me autorizara a cruzar la calle, en la acera del frente, una mujer sinceramente espectacular tenía entre sus manos uno de esos teléfonos “inteligentes” que son más grandes que la deuda en la que se metieron sus dueños para adquirirlos. Era una chica de aproximadamente 25 años. Su cuerpo era alto, moreno y bastante agradable para la vista de muchos. Algo que, realmente, creo que le sirvió en su momento. No sé si otra mujer, menos agraciada físicamente, iba a contar con el mismo respaldo por parte de los varones en una situación similar a la que estaba por ocurrir. En definitiva, casi toda mi atención se la había robado la mujer que estaba parada en frente de la puerta de un Banco de la Nación Argentina.
No pasaron muchos segundos hasta que cambiara el semáforo. Yo seguía viendo a la muchacha mientras me animaba a dar los primeros pasos sobre la calle Agüero. Ella levantó el rostro del teléfono móvil y también, lentamente, empezó a caminar. De repente, y con una velocidad solamente comparada con la de Usain Bolt, apareció por detrás de ella un sujeto no muy alto que le arrancó el celular de sus manos. Como yo seguía viendo el rostro de la mujer que acababa de ser víctima de un “raponazo” pude notar que ella quedó quieta, como un bloque de cemento, durante un lapso mínimo de tiempo mientras el ladrón pasaba por mi lado como una flecha. La chica, tan pronto pudo reaccionar, gritó: “Párenlo, es un ladrón”. Su acento, inmediatamente, transportó a mi memoria a una calle empedrada de Cartagena. Sentí pena e impotencia por ver cómo era atracada una de mis compatriotas. Mientras tanto, el muchacho, con gorra y pantalones cortos, ya había emprendido su huida por la Avenida Corrientes con dirección a la calle Anchorena, pero los gritos de la morena y de varias personas que se unieron a su reclamo, lograron generar una reacción inesperada en un par de jóvenes que estaban conversando a unos metros de distancia de una de las salidas de la estación Carlos Gardel de la Línea B del Subte porteño. Uno de los muchachos logró detener al hampón que cayó violentamente al piso caliente como resultado de que su pecho chocara contra el brazo del héroe urbano que truncó el hurto. Vale la pena aclarar que todo esto sucedió en un periodo de tiempo mínimo.
Una vez que el ladrón estaba inmovilizado y la gente empezaba a acercarse a observar su rostro, la cartagenera (o al menos costeña colombiana) se acercó y tras golpear el abdomen del delincuente con su cartera, le exigió que le devolviera el celular. El muchacho, en silencio, lo hizo. Uno de los ciudadanos que veía la escena dijo: “Chorro (ladrón en lunfardo) hijo de puta. Buscá un laburo”. Seguido de esto, algunos de los hombres que estaban allí quisieron atacar al raponero. Uno de ellos alcanzó a golpear una de las piernas del delincuente con un puntapié y en ese momento descubrí que el ladronzuelo era también un ciudadano colombiano. “No me pegue, perro”, fue todo lo que dijo el bandido con una tonada que me transportó al sur de la ciudad donde nací (Bogotá). Un acento que, rápidamente, fue identificado por la mujer víctima del robo que no dudo en decir: “Ah, aparte me intentó robar un colombiano. ¡Qué tal! Una rata colombiana robando a una colombiana trabajadora en Buenos Aires”. Al final, la policía llegó y calmó los ánimos, la hermosa mujer tomó un taxi y se retiró del lugar del crimen agradeciendo al mozo que no permitió que el robo se completara y yo me marché con más dudas que certezas en mi cabeza.
Al llegar a la silla donde estoy sentado escribiendo esto empecé a pensar en qué suerte habría corrido el muchacho que había intentado robar a alguien hacía apenas minutos; también pensé en la cantidad de colombianos que deben hacer lo mismo en cualquier lugar del mundo cada día; no pude dejar de pensar en cómo se iba a ver afectada la imagen de mis compatriotas en el pensamiento de cada una de las personas que vio la escena (aunque esto es lo que menos me importa); fue inevitable no pensar en cuánto odio a la clase dirigente que convirtió a mi Colombia en un país exportador de delincuentes. Debo reconocer que, más allá de que suene estúpido, siento lástima por ese joven que seguramente estaba haciendo eso porque había crecido en una atmosfera en la que el ilícito era la salida más conveniente. Me duele ver la reacción de la mujer que desde mi percepción desaprobaba que el ladrón colombiano haya intentado robar a una “de las suyas”. Varias preguntas quisiera hacerle a esa chica en estos momentos: ¿Entonces si él intentaba robar a un argentino no era tan grave? ¿No es usted una de esas colombianas que vive orgullosa de James y Mariana Pajón por cómo nos representan en el exterior? Porque, si ella lee esto algún día y la respuesta a mi pregunta es afirmativa, le cuento que ese delincuente también es producto de nuestro país. Producto del mismo país que la tiene a usted, respetada joven, trabajando en Buenos Aires y no en el Caribe que tanto debe extrañar.
Desapruebo totalmente lo que sucedió. No defiendo al ladrón ni lo quiero mostrar como una víctima, pero lo que quiero es que veamos la situación desde otra óptica. Esos delincuentes que salen del país también son hijos de la mala patria que desde hace décadas se ha dedicado a exiliar a millones de colombianos como el ladrón, la muchachita presa del intento de robo y yo.
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