Dudo mucho que el alcalde que necesita Bogotá pueda salir de los que ahora mismo se postulan para ganar en octubre. Escuchándolos hablar a todos ellos, se da uno cuenta muy pronto de que mientras los unos son presa de su grandioso sentido de autoimportancia, de su fantasía de brillantez extraordinaria, los otros ven el Palacio de Liévano como la solución a codiciosos anhelos burocráticos o el destino natural que la Providencia les fijó por ser la rama distinguida de algún dudoso árbol genealógico.
Muchos de ellos, supongo, van por el mundo y se maravillan de ver casos exitosos de movilidad urbana. Y se imaginan emocionados que esos casos podrían servir de referente para traer soluciones a esta desgraciada urbe de trancones.
Pero siempre sucede algo misterioso, digno de tan siquiera un mísero análisis de la psiquiatría clínica local: en el avión de regreso algo les dice a esos viajeros mundiales que no es lo mismo Dinamarca que Cundinamarca, y que Bogotá no es Londres, Nueva York o Singapur y, peor aún, que no puede aspirar a serlo.
Ese fenómeno ocurre en la cabeza de muy variadas personalidades, lo que lo hace más interesante. Y para cuando aterrizan en Eldorado vuelven a ser los mismos colombianos acomplejados, y ya no están tan seguros de las buenas referencias que han visto sus ojos en otras latitudes.
Por ejemplo, vieron autopistas de segundo piso o viaductos elevados, y estando aquí ya les parece que esos puentes tan altos les dañan la vista a los vecinos. Entonces no.
Vieron anillos periféricos o variantes o by pass que sirven para que una carretera evite pasar por una zona urbana, pero luego les parece que eso puede afectar el comercio de la ciudad. De manera que entonces no.
Vieron vistosos y graciosos teleféricos surcando los cielos de grandes barrios. Pero —piensan— esos cables tan largos se rompen, o Dios no lo quiera, una cabina de esas se quede suspendida en el aire. O peor: de pronto dicen que estamos imitando el metrocable de Medellín y eso nunca.
Vieron funiculares en terrenos pendientes, seguros para transporte de personas y de carga, y luego les parece old fashion o piensan que eso de pronto “se suelta y se rueda” y entonces qué miedo.
Vieron baratos, funcionales y silenciosos monorrieles, y les parece que no porque tocaría entrar en el azaroso debate de resolver el monorriel debe ir sobre viga o suspendido. Muy espinoso el asunto, entonces no.
Vieron servicios de taxi-helicópteros pero, cómo pues, si para tener helicópteros necesitaríamos hacer helipuertos, y para hacer helipuertos tocaría ir al Concejo a cambiar usos de suelo, y además tocaría dar espuela a la Aeronáutica Civil para que otorgue las licencias de operación. Sin dejar de mencionar que un sistema de transporte “pa’ ricos” no parece ser incluyente.
Vieron también autopistas subterráneas espectaculares, de numerosos carriles y hasta de varios niveles hacia abajo, que desvían el tráfico al subsuelo y permiten optimizar la superficie para parques y zonas verdes, pero, ¿y la plata para las tuneladoras? Como somos tan pobres, tienen que hacerlo los privados, a su costo y riesgo, y que miren ellos a ver si les da. Si no, no.
Vieron tranvías en Australia, en Berlín, en España, accesibles, económicos, eficientes a nivel energético, menos ruidosos y ocupan un carril de calzada más angosto que el que necesita el bus, pero, ¿el impacto estético? Faltaba más que una ciudad hidalga le va a añadir a sus postes de la luz, llenos de cables, musgo y pajareras, un tendido eléctrico aéreo. ¡Eso jamás!
Así son los candidatos nuestros en el altiplano: a cada solución le encuentran dos ó tres problemas. Pero sigamos: Vieron trenes metropolitanos y trenes urbanos turísticos y trenes de cercanías, pero esas son iniciativas románticas de literatos y viejos amantes de vagones y locomotoras.
Y vieron finalmente espectaculares sistemas metro, con todo su potencial de transporte masivo, para poner al alcance de las personas empleos a los que antes era imposible acceder por las complejas distancias urbanas. Pero resulta que “el Bogotazo” no lo permitió ni luego ayudó mucho la tragedia de Armero.
Y ni qué decir de metro ahora con el precio del crudo en 48 dólares... Además, ¿vamos a poner la caja pública al servicio de un alcalde de Bogotá para que después sea Presidente de la República por haber realizado la anhelada megaconstrucción? No, no, no. Ni riesgos. ¿Y para qué necesita metro un área metropolitana de 10 millones de cristianos sumidos en la desesperación, si ese bendito metro "hace lo mismo que Transmilenio pero cuesta más”?
El metro, no lo olvidemos tampoco —nos lo han advertido los expertos en soluciones— es una "trampa populista y un engaño" y es "un lujo innecesario". Ni modo, confirmado que no se puede.
Ahí tienen pues, respetados lectores: para qué pensar en movilidad ni en infraestructura de transporte. La solución ha sido, es y será para nuestros candidatos actuales la siguiente: primero, hablar como si conocieran la desdicha del residente de esta Sabana camino a Chía, a Soacha, a La Calera, a Usme, a Tabio o a Subachoque. Segundo, tercero, cuarto y quinto: apayasar las vías y el suelo con una flecha por aquí, una flecha más allá; imponer la dilatoria regla del pico y placa, con rotaciones efectistas que dependen de espíritu ingenioso de cada Administración; poner semáforos en los extremos de los puentes (y si no, ¡miren el semáforo al final del puente de la 106x11!); y, por supuesto, más días sin carro para que los infelices habitantes de esta metrópoli interioricemos una muy importante lección a la que nos hemos resistido por sinverguenzas: que si hay menos carros hay menos contaminación...
Como al final se hace evidente que lo anterior no constituye una solución, los ciudadanos caen en una depresión mayor a la anterior y afianzan su estado de ánimo irritable. Y es cuando el candidato echa mano de un viejo truco: sale a decir que tenemos que “amar” la ciudad y “amar lo nuestro”, como si el amor por un lugar no estuviera directamente relacionado con el hecho de que sea habitable. La consecuencia del uso y abuso de este truco es socialmente devastador, es el delirio mayor y consolida el peor trastorno de todos: el ciudadano sale a ser culpable del caos por “no querer” a su Ciudad.
Muchas personas caen como moscas en esa trampa, renuncian a toda perspectiva crítica y se resignan hasta la siguiente campaña electoral; muchos otros albergamos la ilusión de que el futuro nos depare una sorpresa: que salte a la palestra uno que nos saque de esta frustración; uno menos verborreico en propósitos, que no nos salga con muestreos, encuestas, indicadores y metodologías; uno que se implique a fondo, pero obsesivamente, en proponer a los residentes y trabajadores de esta Ciudad remedios en infraestructura para la movilidad; uno al fin cuya personalidad no sufra aquella extraña crisis de confianza al aterrizar en nuestro aeropuerto internacional.