Tras el COVID-19 viene otra pandemia peor: la del hambre. Esa es la advertencia pública hecha por el Programa Mundial de alimentos de la ONU, en la cual se pronostica que a finales de 2020 se puede alcanzar una cifra de 250 millones de personas sufriendo de hambre, constituyendo una tragedia humanitaria sin parangón en la historia de la civilización humana.
La explicación a esta predicción apocalíptica se sustenta en concebir que el virus es solo el síntoma de una crisis sistémica, que ha permitido develar los mil rostros de la tragedia; aparece en toda su dimensión en la crisis climática, atada al extractivismo y su adicción a las energías fósiles; un consumismo demencial que dibuja el mapa dramático de la opulencia y la inequidad. Mientras el 10% de la población consume el 90% de los bienes y servicios que produce el gran capital, el 90% de los seres humanos, se disputan las boronas que caen de las mesas de las grandes corporaciones; o la antinomia del espectáculo aberrante de la libre circulación global de los mercados financieros, mientras millones de migrantes mueren en el mediterráneo, o en los muros que se alzan para impedir el libre tránsito de las personas; y una crisis económica que se articula con todas las anteriores, al mejor estilo del efecto mariposa.
El predominio de un modelo económico que apostó por la desregulación de los mercados, bajo la premisa teórica que la intervención del Estado atentaba contra la el principio de la libertad sobre el cual se desenvuelve la dinámica de las leyes de la oferta y la demanda, asegurando su ajuste automático y con ello las máximas tasas de ganancia y rentabilidad; aunado a la pretensión de promover un crecimiento económico infinito sobre un planeta finito determinó la caída estrepitosa de los mercados, amos y señores de la economía mundial, quienes durante décadas enteras se dedicaron a acumular ganancias especulativas, aumentando a niveles insospechados la inequidad social entre los pueblos del planeta.
Los impactos económicos de la crisis sanitaria global son inconmensurables. Expertos y profanos coinciden en comparar los estragos económicos causados por la pandemia del COVID-19 con la gran depresión de 1929. De la gran depresión, los economistas aprendieron que la posibilidad de salvar al capitalismo en su inexorable derrumbamiento, implicaba recurrir al Estado para que cumpliera el rol de instrumento interventor en los desajustes estructurales provocados por el enfrentamiento entre las fuerzas del mercado, fijando límites institucionales cuando fuese necesario para restaurar el orden del sistema económico. Pero el Estado en la visión keynesiana no se reduce al rol del arbitraje de las fuerzas del mercado; más importante que ello, es ser el motor del crecimiento y garantía de preservación del bienestar de los ciudadanos, mediante el control del sector financiero y otras áreas estratégicas de las economías nacionales, a la par de procesos de redistribución de la riqueza y tutelaje de los derechos laborales. En medio de la hecatombe todos los ojos voltean a mirar al Estado, buscando su resguardo. Incluidos los organismos financieros de carácter multilateral y las transnacionales que, en medio de la orgia del capitalismo neoliberal se dedicaron a destruir sus pilares sociales, privatizando los sistemas de salud y educación pública, favoreciendo con ello a las fuerzas del mercado; obviamente los individuos también buscan la protección del Estado ante un panorama desolador y marcado por la incertidumbre como el actual.
La depresión económica que ya se reconoce en el mundo entero, se tasara en realidades traumáticas, quiebra masiva de empresas, el desempleo de millones de trabajadores, perdida acelerada de ingresos de los sectores populares, pauperización de las clases medias, aumento desmedido de la pobreza, mayor vulnerabilidad de vastos sectores de las distintas sociedades del planeta; en medio de este contexto de tormenta social perfecta, aparecerá la pandemia del hambre global, que causará una mortandad superior a la ya provocada por el COVID-19.
El estado de la economía del mudo por efectos de la pandemia es el de una economía destrozada, es una economía de guerra. Lo más parecido a la economía europea después de la segunda guerra mundial; la reconstrucción de este continente devastado por la magnitud de la contienda bélica, implicó el famoso Plan Marshall, como un gigantesco plan de desarrollo económico y social para la reconstrucción europea, liderado por los aliados. El eje central de ese plan para la reconstrucción, tuvo como motor propulsor la voluntad concertada de los Estados vencedores en la contienda militar.
Esta catástrofe social descrita en términos globales, por supuesto que afectará a nuestro país. Y en términos particulares a la ciudad de Bogotá.
Bogotá Sin Hambre 2020
Bogotá arrancó la discusión del plan de desarrollo distrital 2020-2024 y encuentra una ciudad y una sociedad totalmente distinta a la que eligió a Claudia López como alcaldesa mayor el pasado 27 de octubre de 2019. No es muy arriesgado postular la tesis de que la pandemia y sus efectos devastadores en lo económico y social serán la línea de base en la discusión tanto en el Concejo Distrital como en la sociedad bogotana del plan de desarrollo, concebido como la hoja de ruta estratégica en lo económico, lo social y lo ambiental en los próximos cuatro años.
La cuarentena que se adoptó por parte del gobierno nacional, complementada por los gobiernos territoriales, ha develado las enormes fragilidades estructurales de la sociedad colombiana, marcada por una terrible inequidad social, una de las mayores del mundo entero. Promovida por una elite de poder que se dedicó a controlar el Estado para saquear sus arcas, no olvidemos que la corrupción le cuesta a los colombianos anualmente $ 50 billones; a desmantelarlo socialmente privatizando la salud, la educación y las empresas más rentables de carácter estatal.
Con una economía parada y una medida de confinamiento total para contener y mitigar el contagio, empezaron a revelarse las enormes fracturas sociales en la ciudad de Bogotá. De un total de 2.500.000 mil hogares asentados en el distrito capital, la misma alcaldía mayor estableció que 500 mil familias (350 mil pobres y 150 mil vulnerables), debían ser objeto de ayudas humanitarias para asegurar un confinamiento sin hambre. Para efectos del proceso de identificación, asignación y distribución de dichas ayudas se apeló a la metodología de la focalización, contenida en el Sisbén IV.
No fue sino que se iniciara la implementación del programa de ayudas para que se evidenciaran las enormes limitaciones del modelo de focalización de las ayudas. Las protestas de múltiples sectores sociales que no están incluidos en el Sisbén IV (peluquerías, discotecas, odontólogos, médicos y psicólogos independientes, actores, artistas urbanos, conductores de Uber, trabajadores de rifas juegos y espectáculos, logística, industria del deporte y los espectáculos, más las ventas informales y un largo etcétera), manifestando su precariedad socioeconómica, su incapacidad de garantizar la seguridad alimentaria debido a que sus ingresos dependen de la informalidad económica, imposible de ejercer en medio de la pandemia y el confinamiento, demandando del gobierno distrital el ser incluidos en las ayudas humanitarias, planteó un debate de fondo y es la insuficiencia de los programas sociales basados en la política de focalización para atender la actual crisis humanitaria; y más bien la necesidad de aplicar la politica de renta básica universal para garantizar un confinamiento sin hambre, sin desalojos, y sin remate de los bienes inmuebles por deudas hipotecarias. Para ello se hace indispensable un programa Bogotá Sin Hambre que asegure el derecho a la seguridad alimentaria a todos los hogares que lo requieran; y la cesación del pago de arriendos, servicios públicos y deudas bancarias.
Un comentario general sobre el conjunto de los delitos de alto impacto y las metas trazadoras previstas en el proyecto del plan de desarrollo Un nuevo contrato social y ambiental para la bogotá del siglo XXI, en clave de los efectos sociales que puede provocar el COVID-19. Si la estrategia social y económica del plan de desarrollo, en tiempos de pos pandemia no logra impulsar la reactivación económica, preservar el empleo, la generación de ingresos y la productividad en la ciudad; y si adicionalmente el plan de desarrollo no incorpora una renta básica vital, llámese Bogotá Sin Hambre, por fuera de los estándares de la focalización neoliberal, capaz de incorporar a vastos sectores de las clases medias, todas las metas previstas a 2024, en este propósito, se dispararán en forma negativa y exponencial; esto significa el aumento de los indicadores en todas las tasas de medición de los delitos de alto impacto, porque uno de los riesgos de la catástrofe económica que provocó la pandemia es la disolución de la llamada paz social.
Los cálculos económicos más recientes sobre tasa de desempleo en la capital de la república proyectan un aumento de por lo menos 10 puntos porcentuales; en Bogotá para enero de 2020, antes de la emergencia sociosanitaria, dicha tasa fue del 10,6%. Si al panorama oscuro de la destrucción del empleo, le sumamos la contracción del PIB de Bogotá, calculada en forma moderada en menos de 5 porcentuales; más la pobreza monetaria que en Bogotá podría aumentar entre un 16,1% y un 18,7%, configurando un panorama extraordinariamente convulso desde el punto de vista social hacia el futuro.
A partir de este diagnóstico social y estadístico es posible inferir que no menos de tres millones de bogotanos entrarán en la línea de riesgo en materia de seguridad alimentaria.
Bogotá Sin Hambre durante y después de la pandemia deberá ser concebido como un programa polifuncional. De un lado, tendrá que ser una respuesta a la emergencia social en medio de la estrategia de mitigación sanitaria; y del otro, deberá ser un pacto de soberanía y seguridad alimentaria que contribuya a la reactivación económica de la ciudad-región.
Bogotá Sin Hambre es un gran pacto de Ciudad-Región que involucra la ruralidad del distrito capital, y sus campesinos; a los departamentos de la RAPE y sus campesinos, al sector privado, a los gobiernos municipales y departamentales; pero principalmente al gobierno de Bogotá, empeñados en adelantar una alianza estratégica encaminada a garantizar la soberanía y la seguridad alimentaria de sus gentes; particularmente las más afectadas por los estragos económicos de la pandemia. El gran reto de este proyecto es incentivar una gran revolución agro-industrial, basada en el uso de energías limpias (energía solar, energía eólica, entre otras), la protección del agua de la región como bien supremo, el aprovechamiento y uso intensivo del conocimiento y la tecnología para potenciar la productividad agrícola; el fomento y fortalecimiento de la asociatividad campesina en la producción, distribución y comercialización de sus productos; la democratización del crédito distrital, municipal y departamental; y una plataforma institucional del gobierno del distrito, a través de la Secretaria de Integración Social que asegure la compra a precio justo de las cosechas producidas por las unidades productivas campesinas de la ciudad-región. Esa producción agrícola en manos del distrito, será la base del programa Bogotá Sin Hambre en su segunda fase, consistente en el proceso de distribución, basado en el principio del mínimo vital de alimentos a todos aquellos bogotanos que quedaron sin la posibilidad de garantizar su derecho a la seguridad alimentaria. Dicho proceso de distribución se hará a través de las redes institucionales y sociales de los comedores comunitarios que para tal fin deberán ser instalados en todos los territorios del distrito capital.
Bogotá Sin Hambre como un programa constitutivo del Green New Deal significa implementar un nuevo sistema producción, distribución y consumo agro-industrial en la ciudad-región basado en los siguientes principios:
1. Producción agrícola sustentada en el respeto por el Agua.
2. Producción agroindustrial con un alto contenido de innovación tecnológica.
3. Producción agrícola de carácter orgánico. Cero fertilizantes químicos.
4. Producción agroindustrial a partir del uso de energías limpias.
5. Modelo económico que prioriza el carácter colaborativo y asociativo de la producción agrícola.
6. La base social principal del modelo agrícola serán los campesinos de Bogotá-región, organizados alrededor de procesos cooperativos.
7. Proceso de distribución basado en el principio de la equidad entre Bogotá y la región.
8. Los mercados fluirán directamente entre las cooperativas campesinas productoras y el sistema distrital encargado de operar el programa Bogotá Sin Hambre con su red de comedores comunitarios en los distintos territorios del distrito capital.
9. Instalación de mercados campesinos en las distintas localidades de Bogotá.
10. Bogotá Sin Hambre implicará un proceso de democratización de créditos, que ponga en funcionamiento todo el sistema integral del modelo de economía colaborativa que lo soporta. La democratización del crédito deberá ser asumido por el gobierno distrital y sus pares, tanto departamentales como municipales.