Los primeros 25 años de haberse erigido a Bogotá como Capital de la República, Capital del Departamento de Cundinamarca y elevada a la categoría de entidad territorial especial de Distrito Capital, coinciden con la proximidad de la firma del Acuerdo del final de la guerra con la guerrilla de las FARC, proceso que se adelanta en La Habana, Cuba.
La coincidencia, en mi sentir afortunada, se nos presenta como oportunidad para, por una parte, hacer una rigurosa evaluación de la institucionalidad constitucional y legal que ha tenido Bogotá, de cara a los retos domésticos de su desmesurado crecimiento y expansión urbana, su división en Localidades desequilibradas, gobernanza local, democracia participativa de los actores sociales, entre otras, sin olvidar el especial cuidado de la estructura ecológica principal, mejor adaptación al cambio climático y, por supuesto, con las correspondientes dinámicas asociativas tanto metropolitanas como regional.
Por otra parte, es oportunidad para reflexionar sobre la institucionalidad que le permita a Bogotá asumir los retos del postconflicto a fin de tramitar el adecuado tratamiento a los compromisos derivados del Acuerdo del final de la guerra, entre ellos la recepción de los desmovilizados que lleguen al territorio y la profundización de la atención a las víctimas del conflicto armado, sin olvidar el restablecimiento de la normalidad en la Localidad de Sumapáz, afectada durante largo tiempo por la confrontación armada y, por supuesto, los compromisos solidarios que se deberán adquirir en el ámbito de la institucionalidad regional (Región Central).
Durante el debate electoral, tiene pertinencia recordar, los Progresistas estuvimos promoviendo la propuesta política de hacer de Bogotá la Capital de la Paz, propuesta que, entre otras, tiene la pretensión de recoger la experiencia desarrollada en lo que se denominó “Territorios de Vida y Paz” en el cual se aplica el enfoque de paz promovido por Naciones Unidas, entendido como la acción integral de los gobiernos para actuar sobre los factores objetivos que deterioran la convivencia ciudadana. Adicional, la Capital de la Paz es la insistencia en modelos de inclusión dirigidos a la población juvenil en condiciones de vulnerabilidad para, como se dijo en la Bogotá Humana, “evitar que los jóvenes caigan en las manos del crimen y de las mafias del microtráfico y la delincuencia”.
Por supuesto, Capital de la Paz también tiene que ver con la atención a las victimas, más cuando Bogotá es el territorio mayor receptor de desplazados. Políticas públicas vigorosas de asentamientos humanos sostenibles en el territorio regional y metropolitano, reiteramos, es tarea en el post conflicto y con ello, también, un nuevo relacionamiento con la naturaleza, una Era de defensa de toda forma de vida y de los ecosistemas estratégicos, fundamentalmente los ecosistemas productores de agua.
Bogotá Capital de la Paz, en otras palabras, entiende que más allá de los acuerdos de la cúpulas del Estado y de la insurgencia armada, la paz necesariamente afecta la complejidad territorial. Bogotá en el posconflicto deberá encaminarse a una nueva significación en la que tenga relevancia la Ciudad Memoria, sea paradigma en expresión de la diversidad, de las dinámicas de cultura democrática y especial atención a los más pobres.
Así pues, en nuestra aceptada propuesta de Comisión Accidental de Paz y posconflicto del Concejo Distrital, que se instala el 14 de marzo, enfatizaremos en que Bogotá será territorio que acoge, incluye y respeta las diversas expresiones ciudadanas, protege sus ecosistemas, asume diversos modos integrados de movilidad sostenible, digna para la gente y amable con la naturaleza y acepta las nuevas expresiones políticas, insistencia que hacemos aunque produzca escozor a los que aplican modelos depredadores y de atropello autoritario a la natural conflictividad de vivir en sociedad.