Bogotá seis a.m. ¡Se acabó el virreinato!
¡A limar los zapatos! ¡A ganarse el hachís!
Si el país es un chiste repetido y barato
vos sos su autorretrato empapado de anís.
Sos la perdiz que escapa del final del relato,
medio bachillerato más una cicatriz
hecha bis en tu coro de asesino beato,
tu Cartel Vallenato, tus tributos a Kiss.
Esa actriz que es tu noche busca un remo que reme,
(con el semen del miedo le han preñado el valor)
y este actor la abandona porque a todo le teme:
a la fe que hace aguas, cañonazo a estribor,
y a esta vida que vale lo que empieza por eme.
Bogotá diez p.m. Buenas noches, mi amor.
A Bogotá llegué a vivir cuando apenas empezaba el siglo.
Huyendo de una Medellín que vivía una de sus etapas más hostiles, encontré una capital floreciente y acogedora que se acostumbraba por primera vez al extraño deporte de levantar la cabeza con orgullo.
Justo frente a mi casa, la ciudad me ofrecía una novedosa y extensa ruta que me permitía ir desde el norte hasta Chapinero, donde trabajaba, a bordo de mi bicicleta, mientras degustaba a lo largo del recorrido de más de 150 cuadras, el fastuoso paisaje bogotano, su solecito tímido y su gente presurosa y por eso tantas veces injustamente adjetivada.
Los sábados iba, también en bicicleta, al Simón Bolívar, un parque hecho para lo que jamás había visto que se hubieran hecho los parques de mi Medellín: para usarse.
Los domingos, utilizando el entonces novedoso Transmilenio, me escapaba a la cancha del barrio Olaya a ver el fútbol barrial y me enamoraba de un equipo que me devolvió la fe por ese deporte, precisamente por estar en el otro polo de lo que la gente llama "Gloria": ese terreno que amalgama alegrías, sí, pero también hinchas con cuchillos, descerebrados dispuestos a matar por una camiseta y dirigentes non sanctos.
Y coleccioné también los alrededores de la ciudad, la Sabana imponente, el frío revitalizador, el verde incontestable, los amigos, la música, el vino, las chimeneas.
Fui feliz en Bogotá por ocho cortos años.
Luego salí del país y a mi regreso me instalé en una Medellín que me ha reconquistado y de la que me dejado reconquistar.
A Bogotá he vuelto en los últimos años por trabajo, por placer y por obligación con el alma. Y, claro, la ciudad que he encontrado es diferente. Y digo diferente y no mejor o peor, porque ese juicio se lo dejo a los historiadores, a los urbanistas, a los cronistas o a los artistas, pero en especial y por elemental respeto, a quienes la habitan.
Hablo sí, por un segundo, de una sensación que he percibido en el ambiente las últimas veces que he pasado allí. Una sensación subjetiva y por eso mismo susceptible de estar errada, pero tan real como el optimismo y el orgullo que reinaban al inicio del siglo. Hablo de la pesadumbre.
Las últimas veces que he pasado por la capital he sentido de tantas formas una sensación de agobio y de tristeza ante la que no puedo quedarme en silencio.
Si. Soy un paisa que, para colmos, ha declarado su renaciente amor por Medellín y eso, para muchos, debería ser motivo para no aventurar diagnósticos sobre una ciudad que no habito y menos si son basados en percepciones.
Pero qué le vamos a hacer. Esto no es un diagnóstico. Esto no es una crítica. Esto no es un ensayo juicioso. Esto no es un documento respetable. Esto no entraña una postura política. Esto es, simplemente, una declaración de amor.
Vivo hoy en una ciudad que ha soportado infiernos pero que ha sabido sembrar, en medio de sus diarias tragedias imperdonables, luces que se parecen mucho a las que todos quisiéramos ver brillar.
Viví en una Bogotá que por un tiempo se deshizo del polvo de los años y levantó la cabeza con orgullo.
He vivido en ciudades como La Habana o Buenos Aires, donde se asume la palabra crisis como lo que es: el espejo elemental del vaivén de la vida.
Por eso, porque los ejemplos de transiciones entre la pesadumbre y la alegría me resultan tan familiares, miro a la Bogotá que amo, la que percibo triste, y no puedo dejar de pensar que si la gente sigue ahí, los cerros permanecen en su lugar, el frío de las mañanas sigue silbando al oído, las bicicletas siguen llevando gente al trabajo y el olor a pan continúa levantándose a las cuatro de la tarde, entonces la alegría y el orgullo que conocí, no deben andar muy lejos.
Como no está lejos el amor de quienes sentimos a Bogotá como nuestra.