Nací en Bogotá una tarde de domingo, hace poco más de 26 años, pero no me jacto de ser coterráneo de hampones como Juan Manuel Santos o Andrés Pastrana. Aclaro esto porque, seguramente, mis paisanos tras leer el título de este texto van a decir cosas como “Este debe ser un artículo escrito por un costeño, caleño o paisa resentido”. Pero no. Soy tan rolo como esos que, diariamente, dicen estar orgullosos de haber nacido y de vivir en una ciudad que está 2600 metros más cerca de las estrellas, aunque a dichos astros no los puedan ver, porque nuestra ciudad no soporta un miligramo más de smog. Parece ser que a los bogotanos orgullosos se les olvida que su amada Bogotá es una de las ciudades más contaminadas y asquerosas del continente sudamericano.
Es cierto que viví lejos de Bogotá mucho tiempo y que, en la actualidad, tampoco resido allá, pues por fortuna ni siquiera vivo en Colombia. Y justamente no vivo en Bogotá porque no me gusta ese lugar, ni su gente que se hace la buena pero es más mala que Sadam Husein bajo los efectos de la chicha que, en botellas plásticas, se puede conseguir en el centro de Bogotá. La mayoría de bogotanos que conozco son egoístas, mezquinos, acomplejados y, por si fuera poco, creen que el mundo se acaba al cruzar la calle 170. No hay un ser más antipático que el bogotano que, impúdicamente, anda con su cara de amargado por la Avenida Caracas o Autopista Norte día y noche, maldiciendo su miserable existencia, pero recalcando cada tanto que ama ser hincha de Millonarios o Santa Fe, dos equipos mediocres de fútbol que cobran más vidas que el mismo VIH, pues mis paisanos cada vez que pueden matan a otro por vestir una camiseta roja o azul.
El clima de Bogotá, en honor a la verdad, es casi un tributo a la palabra: horrible. Una vez alguien me decía que lo gris del cielo bogotano le gustaba porque se parecía al clima de Londres; por supuesto, desde ese día dejé de ser amigo de esa persona, pues sinceramente no me place rodearme de tartufos. No me gusta tener entre mis contactos a una persona que ignore que, por ejemplo, en la capital inglesa existe el verano y que no todo el año se tiene que andar cargando un paraguas y esquivando charcos, cosa que ocurre de enero a diciembre en su amada Bogotá. Porque, por si algo hacía falta, en Bogotá cada vez que llueve se acaba hasta con el nido de la perra. Pero no todo es malo. Hay unos brillantes bogotanos, por ejemplo, que se emocionan cuando un político mentiroso dice que va a crear una línea de Metro que pase por Suba, desconociendo ellos que Suba es un humedal y que es, prácticamente, imposible realizar una obra como la que cualquier de esos hampones está prometiendo. Hay humanos muy graciosos, como ven, en la ciudad en la que nací.
Mis paisanos, quienes se creen muy inteligentes pero en realidad no son más que unos idiotas, han cometido crímenes electorales brutales, como aquel que tomó fecha el 28 de octubre del 2007. Ese día, que todavía recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, casi un millón de bogotanos eligieron en las urnas a Samuel Moreno como alcalde mayor de Bogotá. Ahora ninguno de ellos se hará cargo de haber impulsado a la alcaldía con su voto al más grande hampón que ha conocido Colombia en las últimas décadas. Samuel resultó ser tan tonto como los 915.769 bogotanos que lo apoyaron esa tarde de domingo, ahora está en la cárcel pagando una condena por ser otro más de los cientos de corruptos nacidos en Bogotá que, con el paso del tiempo, han ido acabando con la ciudad y con el país.
En conclusión, paisanos, los invito a que dejen de lado ese ridículo chovinismo que les corre por la sangre y, de una vez por todas, acepten que la cloaca que es Bogotá no es ninguna maravilla. Hablar bien de lo que no está bien es un crimen. Bogotá necesita bogotanos críticos y no una manada de infelices que, por supuestamente amar el suelo en el que nacieron, no aportan significativamente en el desarrollo de la ciudad que, personas como yo, sí queremos y por eso anhelamos que sea cada día mejor, aunque eso parezca una utopía.