En agosto de 1977 trabajaba yo como escribiente segundo de un juzgado civil municipal en Barranquilla, en el séptimo, para ser exactos, y un día de ese año, o tal vez del siguiente, no recuerdo exactamente, apareció en esa oficina judicial un tipo de cabellos revueltos, bigote poblado y barba montarás, acompañado de una mujer esbelta, de habla inglesa, para averiguar por los trámites de una solicitud de matrimonio civil que le había correspondido por reparto a nuestro juzgado.
Y, como yo era el encargado de iniciar aquellos trámites, me tocó en suerte atenderlos en esa ocasión y en otras dos, a él y a ella individualmente, y a ambos en una ocasión más, hasta que lograron completar la entrega de todos los papeles que debían allegar, no sin antes ser testigo de varias rabietas de protesta por lo que él consideraba dispendioso y demorado de un simple matrimonio civil. Así fue que conocí al maestro Eduardo Celis.
Al poco tiempo, casado y separado de Frances Strachen, su esposa inglesa, empezamos a encontrarnos en muchos eventos culturales en los que coincidíamos y a los que casi siempre él llegaba temprano ataviado de riguroso lino crudo, blanco o beige, sandalias y mochila kankuama, como si fuera un mamo de la Sierra, para sentarse en primera fila y estar cómodo con papel y lápiz y dibujar al conferencista, tallerista, poeta o concertista de turno, ejercicio casi siempre sorprendente que él solía entregar a su modelo de ocasión al final de la jornada. No creo que exagero si digo que así fue indefectiblemente todos los años 80 y 90.
Fue precisamente a comienzos de los 90, siendo yo jefe de prensa de la Alcaldía de Barranquilla, cuando tuve la oportunidad de escribir una nota y propiciar la impresión de una tarjeta de invitación para una exposición suya que le organizaron en la Universidad del Atlántico para lo cual escogí el extraordinario motivo de un dibujo esquemático de una rana probablemente realizada con marcador sobre cartón.
A finales de esos años 90, tuve la oportunidad de abrirle espacio a su trabajo para una exposición individual en la Galería de la Aduana, muestra de la que estuve a cargo entonces en mi papel de coordinador de esa galería y en mi calidad de director de la Biblioteca Piloto del Caribe.
Pero fueron en esas dos décadas antes citadas en las que muchas fueron las ocasiones en las que hablamos, en conversaciones largas o accidentadas, lúcidas o delirantes, de arte, de literatura o de música o de la vida, pero sobre todo de su trabajo y de lo que él pretendía explicar, muy temperamentalmente, que había dentro de su cabeza, o detrás de lo que dibujaba o pintaba y decía.
________________________________________________________________________________
Era un hombre absolutamente entregado al oficio de dibujar, pintar y tallar de manera obsesiva e incansable
_______________________________________________________________________________
Era un hombre absolutamente entregado al oficio de dibujar, pintar y tallar de manera obsesiva e incansable ya fuera sobre lienzo, papel, cartón, periódico, madera, o lo que fuera que encontrara a su paso al momento de querer expresarse y no tener soporte convencional para hacerlo, y lo hacía con bolígrafo, marcador, pincel, cincel, brocha o espátula... Cuántas veces no pintó al respaldo de los cartones usados ya con una de sus obras terminada o a medio hacer, sometiéndonos al difícil trance de no saber por cuál obra decidirnos, si por la que ya estaba plasmada en el anverso o la nueva del reverso. O si al preguntarle un día en su taller por la obra que vimos en una ocasión anterior nos contestaba que la había borrado para pintar otra que le parecía que le daba mayor sentido estético y razón de ser al soporte en el que estaba realizada.
Celis no era un ciudadano cualquiera. Era un personaje muy particular de la literatura y el arte, de la imaginación; en todo caso, completamente al margen de lo que otros llamamos, con orgullo o desprecio, como “vida cotidiana”. Su trabajo es sin duda un caso único en el Caribe colombiano, lo heteróclito de sus temáticas y motivos, su paleta de colores tan caótica y personal, sus retratos de exquisita brusquedad pero imbuidos de un espíritu profundamente bien captado de sus personajes, y un total desprendimiento y generosidad a la hora de darle un destinatario a sus obras.
Los de la década del 90 y 2000 fueron años de alguna manera entrañables y cercanos al maestro Celis. Con Tallulah y mis dos hijos compartimos gratos momentos en casa de su entrañable compañera Leda Roca, en la nuestra o en la de otros amigos y nos divertimos de lo lindo en memorables paseos a una casita de la Sierra Nevada de Santa Marta que tenía el poético nombre de “Las camas del viento” de propiedad de la cuentista Bertha Ramos.
Durante muchos años la sala de mi casa albergó varios cuadros que él me obsequió siempre amable y generoso: un retrato en blanco y negro del poeta Julio Florez, que hoy está en el Museo de Usiacurí; una acuarela azul, preciosa, de una puertorriqueña novia suya en Nueva York, y de la que siempre estuve enamorado en su retrato profundo; un autorretrato suyo mirando curioso por encima de los espejuelos; un retrato maravilloso que le hizo a mi hijo Camilo en la casita de la Sierra Nevada; y un retrato del novelista Günter Grass que le regaló también a mi hijo Camilo cuando descolgó su muestra del Museo del Atlántico.
En los últimos años, luego de esa extraordinaria muestra individual que le organizara como homenaje a sus 57 años de trayectoria artística la Secretaría de Cultura del Atlántico, solo hablamos por teléfono en algunas ocasiones. Y la última vez que lo vi fue saliendo una tarde del mar revuelto de Salgar como un Neptuno riente que se aparecía para enganchar en su tridente a mis perros que le ladraban asustados como si se tratara de un ser extraño y mitológico que viniera de algún mar antiguo de la Historia.
Así era el maestro Celis.