Si usted va a algún Festival Popular del Caribe y pregunta si existe alguna recopilación de los temas ganadores de la modalidad de canción inédita, es probable que la respuesta sea negativa. Quizá los organizadores digan que es una idea que habían pensado o se ha intentado en ocasiones, o es posible que reconozcan que es una gran idea y que no lo habían pensado.
Las canciones existen pero no se graban, y cuando se quieren grabar, aquel autor quizá no está, no puede o nos encontramos ante la patética imagen del final de un creativo, que describe a nuestros músicos y compositor pobres, solos y olvidados.
Con los relatos que dibujan esos últimos momentos, está también el discurso que da cuenta su grandeza; su maestría, creatividad y aportes a la tradición musical del país. Relatos de esos hemos leído tras la muerte de hombres y mujeres como Toño Fernández, Pacho Rada, Eulalia González, Eliécer el currarro Meléndez, Enrique Arias, Encarnación Tovar o Etelvina Maldonado (la lista es larga).
Con los registros mediáticos de la patética imagen, surgen también las voces que cuestionan: ¿cómo es posible? ¿Cuál es el valor que una sociedad da a sus compositores? ¿Cuál es el papel del Estado en el bienestar de aquellos que enriquecen su patrimonio musical? ¿Cuál es el papel de las agremiaciones que buscan proteger su bienestar? Hasta rematar, lleno de indignación, con la expresión (cacareada) “!Esto no puede volver a pasar!”.
El acto de crear, ejercido por aquellos que mueren en medio de la indigencia, no guarda ninguna relación con la manera en que perecen sino con la forma en que sus creaciones son valoradas. Tiene que ver con sus formas de sentir a partir de aquella inspiración que es imposible controlar, que brota, centrada en nociones personales que al final construyen, para el caso de la música popular de la región Caribe, seres únicos, virtuosos, excepcionales…
Los productos culturales tienen origen en el individuo-creador, universo donde la cultura toma forma o se transforma. El creador reelabora sus realidades, vivencias y experiencias en un producto que va a insertarse en la sociedad.
Fiestas populares o religiosas, concursos de intérpretes y compositores, festivales de todo tipo, abrieron para estos seres, espacios donde mostrar sus virtudes. Pero es tiempo de cuestionarnos si el hecho que sus canciones y composiciones se muestran en festivales ha posibilitado que estos seres encuentren mejores beneficios y por ende crecimientos en sus realizaciones humanas.
La región Caribe posee una multiplicidad de matices, los cuales varían incluso al pasar de una región a otra. El mapa musical del Caribe traza y mezcla alegrías. Zonas de cumbia y tamboras; de sones de negro y pajarito; de música de acordeón y gaitas; de lumbalú y mapalé: de sextetos y chandé; de pitos y bailes canta’os. Una singularidad musical que encuentra matices en cada pueblo, cuya promoción y difusión encuentra serias y deshonestas barreras mediáticas (esa es otra historia de enriquecimiento ilícito y mal gusto)
Hace uno días, Grilbin Revel Sáenz, uno de los grandes compositores de Bolívar, quien vive en Barrando de Loba, me comentaba con cierto asomo de tristeza que pese a sus triunfos en más de 15 festivales de la región, aún no tenía un trabajo discográfico digno. Recordé aquí un verso del poeta Juan Manuel Roca: “Aquí crecen la rabia y las orquídeas por parejo”.
Al final, Grilbin, en medio de esa timidez que carga, me dijo con un ímpetu que no le conocía, que esas músicas: “Se mueren con quién las hace, y en sus gavetas se arruinan”, como dice uno de sus paseos vallenatos, porque jamás se graban, y grabarlas: “Es la única manera de blindarnos de tanto ritmo foráneo que nada tiene que ver con nuestras vidas, con nuestra manera de ser y sentir en estas tierras de mares y ríos”.