Llega un momento en la vida del actor en que deja de importar el éxito comercial y empieza a ver cómo los años pasan y la mortalidad se manifiesta en las grietas en la cara y él, con su ego por siempre inflamado, se atormenta por la posibilidad de pasar a la historia tan solo como una estrella de cine.
Esta angustia se apoderó de Stallone en 1995 cuando hizo Tierra de policías, una película tan sofocante y lenta como un viaje en tren de carga sentado al lado de Alejandro Ordóñez. Lo único memorable que quedó de este intento fallido de Rambo por hacer cine de autor, fueron las bromas que Harvey Keitel y Robert de Niro, sus compañeros de reparto, le hacían en el set. Algunos han tenido mejor suerte. Travolta dejó de ser un olvidado bailarín setentero para transformarse en los noventa en todo un nominado al Óscar gracias a Pulp fiction o Adam Sandler demostró que no era solo el bufón fascista de medio pelo en comedias baratas sino un actor intenso y visceral en la poco valorada Embriagado de amor. Riggan Thomson es otro caso paradigmático. A mediados de los ochenta el haber encarnado a Birdman, el superhéroe capaz de derrotar a ejércitos de monstruos y dragones mecánicos, le valió la fama universal y jugosos contratos. Vinieron dos secuelas más que aumentaron la admiración y el desprecio que sentían hacia él los niños gordos y la crítica respectivamente.
Dispuesto a revertir la situación, Thomson quema sus naves e invierte todo lo que tiene en el proyecto más ambicioso de su carrera: adaptar al teatro el cuento de Raymond Carver ¿De que hablamos cuando hablamos de amor? La tensión aflora horas antes de la noche de estreno. Trabajar con gente de confianza es importante en el teatro pero, cuando esos mismos colaboradores son tu hija en proceso de rehabilitación, una amante enamorada que jura estar embarazada o un actor genial que tiene problemas con su bipolaridad y la bebida, las cosas pueden volverse caóticas en cualquier momento.
Después de Babel juré no volver a nada que llevara el sello de González Iñárritu. Creí que al mexicano se le había agotado la fórmula esa de desordenar el tiempo de una historia para aparentar originalidad. Además estaba su maldita moralina, esas ganas de chantajearnos emocionalmente matando niños o perros. Se tomó el tiempo necesario, se separó de Arriaga, su sobrestimado guionista y creó un relato demoledor, vibrante e intenso.
Bebiendo de las fuentes de Opening Night la olvidada obra maestra de John Cassavetes, de 8 y medio de Fellini y All that jazz de Bob Fosse, González Iñárritu consigue con Birdman una película monumental que está a la altura de su desmesurada ambición. El uso del plano secuencia acá no es un capricho del director, sino que es la única manera de entender la angustia de Riggan Thomson horas antes de su noche de estreno. Para hacerlo no solo se necesitan técnicos capaces, sino actores que soporten ese tipo de rodaje. Sabíamos de las condiciones de Michael Keaton, pero nos resistíamos a creer que era un genio. La angustia y desesperación tienen un nuevo rostro al ver a nuestro Batman favorito intentando quitarse la etiqueta del superhéroe. El duelo que sostiene con Edward Norton es memorable.
En otras manos, Birdman fácilmente sería una crítica ingenua a los remakes, precuelas y secuelas que inundan las pantallas del mundo. La notoria falta de originalidad que satura al cine contemporáneo, ha llevado al autor de Amores perros a emitir su desgarrador grito, su particular manifiesto. En la voz interior que atormenta a Riggan Thompson está el llamado de conciencia que hace esta película a los artistas. ¿Qué le puede aportar a la cultura universal un cine plagado de paracos en trusa y capa? Birdman es una bocanada de aire fresco que recibimos todos aquellos que vamos a una sala esperando ver la complejidad humana en una pantalla.
Pero esta película, además, es una cachetada a nosotros, los tristes y miserables críticos que, a partir de nuestras frustraciones, ignoramos el esfuerzo económico y anímico en el que se sumerge un autor por hacer realidad su obra soñada.
