De manera muy divertida y acertada, un amigo define la atención en los restaurantes de Buenos Aires como "meserismo de autor".
Te atienden con diferentes niveles de respetuosa distancia y casi de un modo invariable terminas consumiendo no lo que elegiste sino lo que el mesero considera más pertinente.
—¡Che! ¡No puede ser ese vino con ese plato! Vos tranqui que yo te traigo el adecuado.
Por supuesto no siempre es malo que te orienten como cliente, pero en mi caso particular prefiero correr el riesgo de equivocarme desde mis decisiones que verme abocado a elegir entre un universo de opciones que desconozco.
En España es diferente: las personas tienen su bar de la esquina y detrás de la barra los comensales encuentran un cómplice que en la mayoría de los casos no solo conoce a la perfección su trago favorito sino sus cuitas de amor o su equipo de fútbol.
Sin embargo ese nivel de cercanía está vedado a los neófitos y recién llegados. Es una relación que se construye, como es apenas lógico, luego de sumar copas y visitas. De hecho la primera vez que entras a un bar y te encuentras con alguno de los rostros endurecidos detrás de la barra, cuesta sospechar el nivel de cercanía al que puedes llegar algunos días y tragos después.
En Cuba el servicio al cliente era inexistente antes de que se despenalizara la existencia de pequeños negocios privados. Al empleado detrás del mostrador le pagaban lo mismo si vendía diez o si vendía cien y le tenían sin cuidado las necesidades del comprador. Y aunque eso ha comenzado a cambiar, en especial en los pocos pero prósperos restaurantes privados, todavía un comprador en La Habana se siente en el terreno del sálvese quien pueda.
Cada lugar que conozco tiene su forma peculiar de recibir y atender a los visitantes.
En general los gringos son afables, los chilenos toscos, los franceses indiferentes, los mexicanos cálidos, los romanos groserísimos y los peruanos encantadores.
Pero cuando pienso en la forma en que se asume el servicio en mi ciudad, en Medellín, me veo obligado a afirmar que no conozco otro lugar del mundo donde se atienda mejor al cliente.
Mi amigo Jorge Schellember, músico y gestor uruguayo, lo ejemplifica de un modo muy divertido.
Cuenta cómo las primeras palabras que escuchó al entrar a una tienda en Colombia fueron "¡Sí señor!", pronunciadas por un dependiente que le abría la puerta sonriendo.
¡No solo lo llamaban señor, sino que le estaban dando un sí antes de que pidiera cualquier cosa!
Un escena que devela una intención de servir con respeto y cercanía pero lejos del incómodo servilismo que marca el mande, tan utilizado en algunos lugares de Ecuador y Bolivia.
Por estas semanas se está celebrando la Feria de las Flores en Medellín.
Saben los que me conocen que huyo de las aglomeraciones de paisas borrachos, que detesto la celebración impuesta por unanimidad y que huyo de la ciudad por esos días en la medida en que me sea posible.
Sin embargo, cada vez que salgo de Medellín, en algún momento termino extrañando la que considero es la más equilibrada y afectuosa forma de atender a un cliente: esa que sigue al reconocible "¡bien pueda, sígase!".