Creo que no fui el único sorprendido viendo cómo el presidente Biden se levantaba de su silla en la mesa redonda que reunía a los mandatarios de los 21 países asistentes a la pasada cumbre del Foro de cooperación económica Asia – Pacífico en San Francisco, se acercaba a Xi Jinping y le estrechaba la mano esbozando una gran sonrisa. Un gesto así, tan inesperado como fuera de protocolo, venía a reafirmaba con fuerza el mensaje que, desde la invitación personal de Biden al presidente chino a asistir a dicho foro, la Casa Blanca se empeñaba en trasmitir: ha llegado la hora de la distensión entre las dos superpotencias. Distensión después de una escalada de tensiones que inicio en 2018 el presidente Trump desencadenando la guerra comercial contra China y que intensificó Biden ampliando los frentes de dicha guerra y poniendo en cuestión con agresivas maniobras políticas y militares en Taiwán el compromiso histórico de los Estados Unidos con el principio de “una sola China”. Apenas un mes antes de la cumbre el Pentágono reitero que China es una “creciente amenaza militar a los intereses globales norteamericanos”.
Hoy, a escasas tres semanas del gesto de Biden, cabe sin embargo preguntarse por la sinceridad del mismo. Porque ¿qué clase de distensión es esa en el curso de la cual Gina Raimondo, subsecretaria de comercio de los Estados Unidos, en el Foro de defensa nacional Reagan, celebrado Simi Valley en California, haya tildado a China “como la mayor amenaza” y haya insistido en que “es necesario reforzar las restricciones impuestas por la Administración a las exportaciones de semiconductores y tecnologías críticas a China”? “Estados Unidos – añadió – está un par de años por delante de China y de ninguna manera va a permitir que China le supere y ni siquiera que se ponga al día”. Si esto es “distender”, ya me dirán ustedes que es echar leña al fuego.
Parece por lo tanto que no queda otra que admitir la interpretación hecha por varios comentaristas independientes de que ese apretón de manos, así como la invitación personal y la reunión a puerta cerrada de cuatro horas que mantuvo Xi Jinping víspera de la cumbre de San Francisco, no fueron más que gestos para la galería, demostraciones públicas muy publicitadas de amistad y buena sintonía personales, destinadas exclusivamente al consumo local. No hay que olvidar que la campaña electoral de Estados Unidos ya está en marcha, las encuestas en los estados claves les siguen siendo adversas y Biden necesitaba y necesita desesperadamente darle alguna buena noticia a un electorado ya suficientemente preocupado por el empantanamiento de la guerra de Ucrania y por la escalada de los conflictos militares en Oriente Medio desencadenada por la guerra de Hamás contra Netanyahu.
Porque, si le hace poca o ninguna gracia al contribuyente norteamericano que Biden haya presentado proyecto de ayuda militar adicional a Ucrania e Israel de 60.000 millones de dólares, le hace todavía menos gracia que se mantenga una estrategia de enfrentamiento con China que puede degenerar en una guerra de dimensiones planetarias, cuya factura inevitablemente terminará pagando. Si es que al final de la misma queda alguno de ellos para pagarla. La guerra de Ucrania ya le ha costado al contribuyente 145.000 millones de dólares. Como bien sabemos los medios corporativos norteamericanos son extraordinariamente eficaces a la hora de convencer a su público que lo negro es blanco y que la guerra es paz, pero aún así dudo que logren engañar del todo a una ciudadanía que cada vez escucha con mayor atención al candidato a la presidencia Robert F. Kennedy junior, que recorre el país de un extremo a otro proclamando ante audiencias cada vez más nutridas que si llega a la Casa Blanca meterá en cintura a Wall Street y pondrá fin al ciclo de las “guerras interminables”.
La segunda fase de la estrategia: concentrar todas los recursos y las energías en cercar a China y doblegarla
Existe, sin embargo, una razón por la que cabe pensar que esta lectura de la “distensión” ofrecida por Biden a China no es suficiente. Se encuentra en los resultados actuales de la estrategia de que desde los días del “giro al Asia” del presidente Obama guía las acciones del Deep State, el Estado profundo americano. La misma preveía una guerra con Rusia en Europa que, con la ayuda de la UE, se esperaba ganar pronto y sin excesivos problemas, para dar paso a la realización de la segunda fase de la estrategia: concentrar todas los recursos y las energías en cercar a China y doblegarla. Hasta la fecha, las expectativas sin embargo no se han cumplido con Rusia, que ha sorteado con éxito el alud de sanciones con las que Washington y sus acólitos esperaban arruinarla, mientras que la que en cambio está al borde del colapso tanto en el plano militar como en el económico es Ucrania. Que, como clama un día sí y otro también, el presidente Zelenski, necesita con urgencia nuevos y más abultados montos de ayuda financiera y militar de sus patrocinadores para poder sobrevivir.
Biden está dispuesta a darla, como lo prueba el paquete de ayudas de 60.000 millones mencionado antes, aunque solo lo logrará si los republicanos que son mayoría en el Congreso lo aprueban. Algo que al día de hoy está por verse. Alemania, encabezada por un cada vez más belicoso Olaf Scholz, también está dispuesta a darla. Francia en cambio no y en el resto de los países de la Unión Europea tampoco parecen muy dispuestos a darla, debido a la inminencia de una recesión económica y la “fatiga de la guerra” de sus respectivas opiniones públicas. Y aunque se consiguiera finalmente la ayuda reclamada por Zelenski es improbable que baste para salvar a Ucrania del colapso.
O sea que la concentración de todas las energías y los recursos en derrotar a China va a tener que esperar. Por lo que por ahora conviene sonreírle y hacer una pausa en la escalada de medidas en su contra. Que mañana ya se verá. El finado Henry Kissinger insistió, sin embargo, hasta prácticamente la víspera de su muerte, en rechazar esta clase de maniobras dilatorias que dejan en pie la estrategia de aplastar finalmente al gigante asiático. Se lo dijo con todas las letras a Xi Jinping durante el diálogo que mantuvieron en Beijing en el pasado mes de julio: “La historia ha demostrado que ni Estados Unidos ni China pueden afrontar el coste de tratarse como oponentes. Si los dos países van a la guerra esta no traerá ningún resultado positivo para ambos pueblos”.