El 24 de febrero, Vasilkiv, pequeña ciudad a 30 kilómetros. de Kiev, la capital de Ucrania, parecía vivir otro amanecer gélido, sin sobresaltos y en la serenidad de siempre. De repente, la alcaldesa de Vasilkiv, Natalia Balasynovych, aún dormida, fue despertada por unos ruidos ensordecedores. Corrió empijamada hacia la ventana, miró a lo lejos y vio el aeródromo militar en llamas y levantarse una enorme bola de fuego. Se agarró horrorizada su cabeza; comprendió incrédula la realidad: Rusia ha decidido atacarnos. Se desplomó en su poltrona sin alientos.
Al fin, lo esperado llegó. The New Yorker contó que, en octubre, cuatro meses antes del 24 febrero, el presidente Joe Biden se reúne, de manera ultrasecreta, con su equipo de seguridad y los servicios de inteligencia porque han detectado movimientos de tropas rusas hacia el este de Ucrania, según las imágenes satelitales. A partir de ese instante, se estableció, cada día, un gabinete de crisis, que seguía el movimiento de las tropas rusas. Las alarmas estaban prendidas.
Biden, consciente de la gravedad de la situación, viaja a Roma a la cumbre del G-20 en octubre 2021. Allí hizo una reunión informativa secreta con los países más importantes de la OTAN, el conocido como “quinteto”: Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia: les dio la noticia, y, sobre todo, diseñar una respuesta a la agresión rusa.
En los días posteriores, la Casa Blanca, por videoconferencias, amplió la información a Polonia, Rumania, a los presidentes de la Unión Europea y Canadá, y miembros principales de la OTAN.
Ahora los principales líderes políticos del mundo lo sabían. Pero ninguno se lo imaginaba. ¿Putin? ¡Ese no es capaz con Occidente!, pensaban en su candidez.
¿Cuánto tiempo guardó Putin su estrategia de ataque?
Putin, con paciencia y persistencia, proseguía su plan. ¿Cuándo lo engendró? ¿En el momento de anexar Crimea en 2014?, o en ¿1991 al ver, estupefacto, firmar a Mijail Gorbachov la disolución de la URSS? Peor aún, vio la humillación de Occidente: se liquidaba el imperio soviético, sin compensaciones de ninguna naturaleza –ni económicas, militares o geoestratégicas–, simplemente se obtenía el silencio, roto por las risas del capitalismo triunfante. Tantos años Putin guardando el secreto, con celo zarista.
El 24 de febrero, 2022, antes de que saliera el sol en Moscú, Putin lo anunció al mundo –con voz tranquila– iniciaba su “operación militar especial” en Ucrania. Nadie creía. Los cielos ucranianos vieron impávidos surcar los misiles rusos Uragan que semejaban estrellas fugaces. Recordaban a los más de 100 misiles Tomahawsk (costo, cada uno, un millón de dólares de 1991), parecidos a cometas espaciales, lanzados por Estados Unidos el primer día de guerra sobre los cielos de Bagdad en la “Operación Tormenta del Desierto”.
Cuando las tropas rusas tomaron la planta nuclear de Chernóvyl, las escamas cayeron de los ojos de los occidentales; y en el 8° día de guerra al hacerse los rusos con el control de la planta nuclear de Zaporiyia, el mundo pasó de la incredulidad al miedo. El presidente ucraniano Zelenski salió de su aletargamiento: “La historia de Ucrania es la historia de Europa”, dijo en su soflama, carente de soportes en la realidad.
Ahora cuando asistimos a esta terrible tragedia humanitaria, que deja yerta el alma, valdría preguntarse: ¿Qué hizo Petro Poroshenko en su mandato presidencial ucraniano de cinco años? ¿Luego su sucesor, Volodymir Zelenski que lleva tres años? Transcurrieron ocho años, en los que la bola de nieve fue creciendo y se convirtió en avalancha mortal. Los acuerdos de Minsk, ¿un brindis al sol?, ¿cómo no pensar en el pueblo ucraniano, del que se espera 5 millones de desplazados? Regresamos a 1940.
Esta es una guerra de empecinamiento de Occidente y de empecinamiento de Rusia.
¿Estuvo Biden a la altura de su condición de primer líder mundial?
El 7 diciembre 2021, Putin y Biden tuvieron una larga videoconferencia. Según la Casa Blanca, en el encuentro presidente Biden le habló a Putin sobre las sanciones… “si la situación empeora”. En ese preciso momento, mientras hablaban los dos líderes, ya había 100.000 soldados en la frontera este de Ucrania. ¡No estaban allí rezando letanías al Pantocrátor! ¿no? Putin le advirtió a Biden contra el “traspaso de la responsabilidad” a Rusia y apuntó a la OTAN por “desarrollar sus capacidades militares a lo largo de la frontera rusa”. En guerra avisada no muere soldado.
Esta misma idea la expuso el líder ruso en 2007, en la Conferencia de Seguridad de Múnich. Donde criticó el mundo unipolar que Estados Unidos construía. Habló del acercamiento de la OTAN a las fronteras de Rusia (repito, lo dijo en 2007). Todo esto “esto estimula la carrera armamentística”, sentenció. Allí en ese Foro, Vladimir Putin expuso todo lo que hoy piensa, lo dijo clara y abiertamente ante lo más granado de las élites occidentales. Era 2007.
Todos creían que el hombre estaba fuera de sí. Sin embargo, sus palabras se la llevaron la ventisca siberiana, y se durmieron en los hierbajos de las fantasmales estepas; Occidente permaneció impasible.
El 12 de febrero, 2022, Biden y Putin de nuevo hablan por teléfono. Otra vez, la misma letanía de Biden: “Si hay invasión de Ucrania”, se “impondrá un coste severo a Rusia”. Putin le responde que Estados Unidos no toma las preocupaciones clave de Rusia. Como se ve es un diálogo de besugos.
La neutralidad como solución última desesperada
El 10° día de la guerra, en Moscú ante un grupo de azafatas de Aeroflot, el presidente ruso pide la “neutralidad” de Ucrania. ¿Va la ‘neutralidad’ en contra del nacionalismo ucraniano, de corte “nazificado”, como lo llama Putin? La neutralidad no es ningún crimen. Ahí está Finlandia, que mantiene su soberanía, trata con cortesía a Moscú, Moscú la respeta y ejerce su neutralidad indemne y con agrado. Austria también hace uso de una pulcra neutralidad, que para el país es fuente de beneficios y tranquilidad, es una de las economías más pujante de la Unión Europea, no está pensando en armarse, más bien se actúa en función del bienestar de sus ciudadanos. Suiza es el paraíso de la neutralidad y tiene una de las tasas más altas de ingresos en los empleos.
El domingo 20 de enero, 4 días antes de que se iniciara la dantesca hecatombe del pueblo ucraniano, que decretó Vladimir Putin, Biden habla desde la Casa Blanca: “Rusia tiene que elegir entre la guerra o la diplomacia”. Era llover sobre mojado.
La diplomacia. Esa diplomacia que llevó al inmenso infundio de las “armas de destrucción masiva” –inventadas por el eje Cheney-Rumsfeld– que sirvió de argumento para destruir Irak en 2003 y poner en la horca a Sadam Hussein, después de haber sido íntimo amigo de los Estados Unidos. O esa diplomacia fallida de la OTAN que la llevó a bombardear Yugoslavia en 1999, sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, y cuyos actos –los de la OTAN– se han considerado crímenes de guerra.
La diplomacia quedó como una patera al garete después de Clemente de Metternich, apoteósico en el Congreso de Viena en 1815, que trajo la paz a Europa. ¿Cómo hizo para dirigir el hambre de poder de todos aquellos países y monarquías voraces en una misma dirección? ¿Cómo logró convencer a Rusia y Prusia que exigían la anexión de Polonia y de Sajonia, respectivamente, para que cedieran?
Lo más urgente, ¡ya mismo!, es un alto el fuego. Zelenski, poseído por un trasgo, no se cansa de pedir armas. Y Occidente se las está enviando. Esto también es un crimen de lesa humanidad. Occidente no tiene ningún fuero para interpretar las cosas según su criterio.
En el 12° día de guerra, se abre una mínima luz: el ministro de Exteriores chino, Wang Yi, anuncia el lunes que China está actuando de mediador en el conflicto ruso-ucraniano. Xi Jinping tendría en sus manos la llave de la solución. Y recuerdan el proverbio chino: Los ríos no se congelan en una sola noche de frío.