En contra de las expectativas de muchos la novel administración de Joe Biden se unió el pasado jueves 25 de febrero a la triste tradición de los presidentes norteamericanos de este siglo de iniciar su mandato con agresiones militares. No pretendo difuminar las diferencias existentes entre demócratas y republicanos, pero es claro que en ciertos aspectos estratégicos de su política exterior, brilla la continuidad. Bush bombardeó Irak a los 16 días de su posesión, Obama atacó Pakistán 4 días después de juramentarse, Trump hizo lo propio con Yemen a los 9 días, y ahora Biden pese a sus giros discursivos acaba de ordenar un ataque en territorio sirio, con expresa amenaza a Irán, a poco más de un mes de ejercer la presidencia.
Para una potencia dependiente aún del petróleo y encallada militarmente hace 20 años en la región, no se notan mayores matices respecto a su ofensiva política-militar contra los pueblos de Oriente Medio. Sin siquiera pedir autorización del Congreso ni mucho menos al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, Biden ordenó bombardear instalaciones de milicias chiitas en Siria, culpándolas de un ataque sufrido por las tropas de ocupación norteamericana en Irak, y responsabilizando de este hecho al gobierno de Teherán. Sí, EE. UU. para atacar a Irán agrede en Siria a fuerzas que combaten al Estado Islámico, justificándose en hechos sucedidos en Irak. No es un juego de palabras, sino la expresión de la enrevesada conflictividad regional aupada en gran medida por la presencia e injerencia estadounidense e israelí en toda la zona.
La agresión de Biden en Oriente Medio no solo tiene implicaciones regionales, sino que genera inmediatamente repercusiones globales, particularmente por las tensiones existentes con Rusia, que también es un relevante actor geopolítico que comparte intereses con varios gobiernos de la región y ha jugado un papel importante en medio de guerra contra el denominado Estado Islámico. Vale reseñar que los bombardeos que dejaron más de 20 muertos están acompañados de un despliegue militar estadounidense en el Golfo Pérsico, el Mar Negro y la frontera ruso-norteamericana en el Pacífico, complementado con el anuncio de Washington de sanciones a altos funcionarios rusos por el llamado caso Navalni. Un amenazante cerco hacia Moscú, pese a la importante firma del tratado de reducción de armas nucleares, START III, al inicio de este mes.
Habría que decir que desde la irrupción de la riqueza petrolera en Oriente Medio hay una constante política intervencionista desde la Casa Blanca sin importar el partido de gobierno, con matices bastante tenues. El mismo Biden como vicepresidente en la administración Obama fue partícipe con Hillary Clinton de la invasión a Libia y el inicio de la agresión a Siria con el patrocinio de múltiples grupos armados fundamentalistas. Pero también cabe recordar que Obama logró un acuerdo nuclear con Irán, que Trump rompió para luego elevar la tensión en la región al máximo ordenando el asesinato del general Soleimani. Ya elegido Biden se produjo el homicidio del científico iraní Mohsen Frakhrizadeh, director del programa atómico de Teherán, del que se acusa a EE. UU. y a Israel, dejando sembrada una clara provocación en la que el actual presidente persiste.
No sobra ratificar que detrás de las acciones militares norteamericanas en Oriente Medio o cualquier otra parte del globo, no hay razones humanitarias o altruistas de ningún tipo. Hay intereses geopolíticos y económicos. El doble rasero imperial queda desnudado si se compara el tratamiento de fenómenos cuestionables similares entre países obsecuentes con el Departamento de Estado, y aquellos que plantean contradicciones con sus dictámenes. Se acusa a Irán de avanzar en un programa nuclear con fines no pacíficos, pero se permite a Israel desarrollar fábricas de armamento atómico sin veeduría internacional alguna. Se condena a Siria como “régimen autoritario”, mientras se le dan espaldarazos a las torturas y homicidios de la monarquía saudí. Y así sucesivamente, hasta afirmar que hay presos políticos en Venezuela pero no en Israel ni en Colombia.
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Aunque es valioso el apoyo del nuevo gobierno norteamericano al Acuerdo de Paz en Colombia, este pareciera responder más al desatino de la impresentable política exterior del gobierno Duque
________________________________________________________________________________Joe Biden
La belicosidad de Biden edulcorada con declaraciones a favor de la paz de Colombia y otros gestos similares, además de salvaguardar los intereses geopolíticos norteamericanos, buscan disputarle la agenda interna a la derecha republicana y a los fanáticos de Trump henchidos chovinismo y de delirios imperiales. Si bien efímeramente Biden puede aliviar a algunos de sus críticos bombardeando en Oriente Medio, las concesiones a estos sectores militaristas y neoconservadores, lejos de apaciguarlos tienden a fortalecerlos, mientras ponen la paz mundial en grave peligro. De otra parte, a nivel interno, importantes expresiones del Partido Demócrata y de la sociedad civil norteamericana se han manifestado en contra de las irresponsables acciones del recién posesionado presidente.
Biden parece representar una reconciliación entre la Casa Blanca y el Complejo Militar Industrial norteamericano, luego de las tensiones auspiciadas por el personalismo de Trump y sus tensiones con el ejército. No sobra recordar que desde que el mismo Eisenhower lo denunciara, existe el llamado “Triángulo de Hierro” (Pentágono, Industria Bélica y lobistas guerreristas) con una economía de guerra permanente en EE. UU., por lo que no es descabellado que se insista en la ruta de promover las confrontaciones armadas como mecanismo de reactivación de la economía norteamericana en declive desde hace más de una década y en la actualidad en recesión. Al cerrar estas notas se informaba de nuevos ataques a las bases militares estadounidenses en Irak.
Por ello, aunque es valioso el apoyo del nuevo gobierno norteamericano al Acuerdo de Paz en Colombia, este pareciera responder más al desatino de la impresentable política exterior del gobierno Duque. Por ello, falta mucho por ganar con el creciente movimiento democrático en EE. UU. para que se frenen las ansias intervencionistas y guerreristas de la Casa Blanca, que si bien tienen hoy en primera fila al Oriente Medio no dan signos fehacientes de desmontarse aun en Nuestra América. Ojalá el presidente Biden no termine siendo un epígono de Trump.